Rubén Amón-El Confidencial
- Sánchez recupera la salud y la autoestima desnutriendo las instituciones, desangrando a sus aliados y llevando al extremo el pacto siniestro con Bildu
Debe sentirse Pedro Sánchez de nuevo hermoso delante del espejo. Los disgustos electorales y las evidencias demoscópicas habían desdibujado su narcisismo, pero la cumbre de la OTAN —hacia fuera— y el debate del estado de la nación —hacia dentro— le han devuelto la euforia y el triunfalismo, más todavía cuando los rapsodas y los coristas le atribuyen la impronta de un giro de timón a babor al que se añade la facultad de la oratoria. El mejor discurso de su vida, le cantan y reconocen los periodistas de la corte. Y le inducen un estado de gloria que, por lo visto y leído, habría remediado en cuestión de unas horas la profunda crisis política y económica, como si el silencio forzado de Feijóo —presente y silente en el Congreso— reflejara la frustración o la resignación del PP al apogeo sanchista. El debate ha malogrado la expectativa de los grandes acuerdos de Estado bipartidistas, más aún cuando Sánchez ha forzado un cambio de reglas para renovar a su medida el Tribunal Constitucional sin necesidad del consenso con los populares
No cambian los hábitos depredadores del vampiro de la Moncloa ni la intimidación sistemática de las instituciones. El epílogo al debate de la resurrección tanto implica la coacción del CGPJ —así lo denuncian los jueces— como expone el pacto siniestro del PSOE y de Bildu en el contexto de la memoria democrática. Resulta indecente que la crónica de la transición la escriban los herederos de los verdugos que pretendieron dinamitar la convivencia. E impresiona aún más que el gran muñidor de los acuerdos nacionales con los socialistas, Arnaldo Otegi, ejerza su influencia y su prestigio cuando se conmemoran los 25 años de la ejecución de Miguel Ángel Blanco.
Otegi estaba en la playa de Zarauz cuando sus compadres asesinaron al concejal del PP. Se lo decía a Évole en una entrevista falaz y estremecedora. No ya porque Otegi sí estaba en condiciones de haber contribuido al indulto de Blanco, sino porque aludía al disparo en la nuca como si hubiera sido un infarto: “Cuando apareció el cuerpo de Miguel Ángel Blanco…”.
Pretenden los revisionistas que no hablemos de ETA, de la matraca de ETA. Como si fuera una cuestión de nostalgia. Como si no quedara pendiente el esclarecimiento de centenares de crímenes. Y como si la amnesia inducida que urden PSOE y Bildu en su grotesca zarabanda pretendiera elaborar la memoria a expensas de los hechos y de las víctimas. Hubo 358 muertos de ETA en el periodo que Bildu ha definido —1978-1983— como el escenario de una vulneración a los derechos humanos (en alusión al GAL). Lo que sostiene Bildu —y Podemos e Izquierda Unida— es que la transición representa una hipoteca y una prolongación del franquismo. Que debe abjurarse institucionalmente de ella. Y, por lo visto, reaccionar con indulgencia y caridad hacia los héroes del pasamontañas.
Las concesiones obscenas a Bildu forman parte de las urgencias con que Sánchez necesita prevenirse de los eventuales desencuentros con ERC y del mosqueo del PNV. La ‘memoria democrática’ implica un salto cualitativo indigno e inmoral que no obedece siquiera a las convicciones, sino a las necesidades y a la noción o dimensión instrumental de la política.
Se entiende así mejor el énfasis con que Sánchez se ha puesto estos días el disfraz de redentor populista, no ya describiendo un nuevo escenario de contienda social —los ricos contra los pobres, los banqueros y las eléctricas contra los hogares depauperados— sino vampirizando la agenda de Unidas Podemos, de tal manera que Echenique y Yolanda Díaz se han visto impelidos a reclamar más impuestos, más impuestos y más impuestos.
Ha aprovechado Sánchez la inanición de una oposición sin liderazgo ni propuestas. Ha recosido las costuras de Frankenstein después de haberlas desgarrado. Ha apaciguado a sus socios después de haberlos maltratado y humillado. El manual de resistencia de Sánchez se escribe —se reescribe— en tinta china, día a día, minuto a minuto. Por esa razón, la Moncloa y los medios afines interpretan el debate del estado de la nación como una catarsis y como una reacción a la pujanza del fenómeno de Núñez Feijóo. Ya no urge neutralizarlo desde el centro o desde la socialdemocracia, como se pensaba hace solo unas semanas, sino desde un activismo izquierdista que dirime la batalla del bien contra el mal, la luz frente a los poderes oscuros, la justicia social contra los facinerosos.
La distorsión de la realidad puede resultarle peligrosa a Sánchez, igual que ensimismarse en su burbuja de onanismo y de adulación. Y no percatarse de que los eslóganes populistas y los cataplasmas ideológicos tienen que traducirse en la realidad económica de los votantes, en la evidencia de sus progresos, en el optimismo de los hogares.
El narcisismo crea una distancia con la verdad. Y el vampirismo define mejor que ningún otro rasgo la naturaleza mercurial de un presidente cuya voracidad desnutre las instituciones, desangra a sus aliados y explora los límites de tolerancia de la sociedad, tratando de convencerla ahora de que no hay nadie mejor que Bildu para escribir la verdadera historia de ETA.