Pedro Chacón-El Correo

Si las últimas declaraciones del recién nombrado presidente del PNV, Aitor Esteban, diciendo que el BBVA «no es un banco realmente vasco», han sorprendido a mucha gente, pienso que ha sido no por tratarse de un banco tan poderoso como el BBVA, que ya verá él lo que hace, sino porque, a mi juicio, todo el mundo pensaba que, con la renovación de la dirigencia en el partido de Sabin Etxea, no tendríamos que volver a escuchar cosas propias de otras épocas que se obstinaban en no desaparecer.

Tanto hablar en ese partido de nuevos tiempos, de nuevas fuerzas, para luego volver a lo de siempre: es como si no hubiera cambiado nada. Porque no basta con asumir los principios de la agenda 2030 o las políticas de género, como hemos visto esta semana pasada al lehendakari acudiendo a un congreso de transexualidad. Si luego el lenguaje suena a lo de siempre, ¿para qué tanta renovación? Y lo de siempre en este caso es el manejo del rancio vascómetro, al que nos tenían tan acostumbrados desde el propio origen del partido y que pensábamos que con los nuevos dirigentes se había quedado relegado al cuarto oscuro de los trastos viejos.

Pero no, el nacionalismo se arrogó el manejo en monopolio del vascómetro desde su mismo nacimiento y ahí sigue, aplicándoselo a cualquiera que se ponga a tiro. Entiendo que debe ser muy difícil desprenderse de un artilugio así, sobre todo cuando los actuales dirigentes han visto a sus mayores utilizándolo de manera continua y arbitraria, a discreción que se dice. Y sobre todo cuando hay tantas fotos y recuerdos de esos mayores blandiendo el vascómetro en el aire y gritando fuerte, con él entre las manos. Cómo sustraerse a esos recuerdos que, al fin y al cabo, forman la esencia misma de esa ideología, que construyen, por así decir, su identidad política.

Efectivamente, es el vascómetro, su concepción y diseño y sobre todo su empleo, lo que define al nacionalismo en todas sus modalidades y lo que le distingue de los demás partidos del ámbito vasco. Nadie más lo maneja con tanta soltura y naturalidad.

Y lo peor del caso es que así ha sido y así seguirá siendo. Cuando a nadie nos gusta que nos tomen medidas, ni siquiera para hacernos un traje, aquí tenemos quien nos aplica el vascómetro para todo. Y no solo a las personas, con sus comportamientos, sus aficiones o su manera de hablar, con lo que queremos o dejamos de querer. También a lo que comemos y bebemos, a los colores de la ropa que nos ponemos y hasta a lo que recordamos o proyectamos. Sin olvidarnos de todo lo que nos rodea, sea animado o inanimado: instituciones, tanto públicas como privadas, festivales, sean de música o de cine, libros, exposiciones, deportes. Es el vascómetro que rige nuestras vidas. Pero lo más frustrante de todo es que ya es como si nos hubiéramos acostumbrado a él y no nos quedara ni imaginación siquiera para neutralizar sus efectos.