IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Existe ahí al lado un país europeo capaz de tomarse los estándares éticos de la democracia en serio

Existe en Europa un país donde el primer ministro socialista dimite por una sospecha de corrupción –repetimos: sospecha– que ni siquiera le afecta a él y antes de que se pronuncie el instructor sumarial, por considerar incompatible «la dignidad del cargo» con los indicios de deshonestidad en su entorno inmediato. Donde el presidente de la República convoca elecciones ante el escándalo en vez de pedirle al partido gobernante que nombre otro candidato. Donde el susodicho partido recibe el castigo de una caída de más de veinte puntos, de la mayoría absoluta a la segunda fuerza. Donde el sustituto del líder dimitido se compromete en campaña, e incluso en la noche del recuento, a dejar paso al ganador –pese a empatar en porcentaje y perder en escaños por mínima diferencia– para evitar que dependa de la extrema derecha. Y donde el vencedor, al frente de una coalición liberal moderada, se niega a armar un cómodo pacto de estabilidad con los radicales en cumplimiento de su recíproca promesa.

Ese país que se toma las responsabilidades democráticas a pecho no es nórdico sino ibérico. Se llama Portugal y está ahí al lado, aunque los españoles tendamos a mirarlo por encima del hombro como un vecino pobre y algo provinciano. Un sitio donde los ricos de aquí se compran casas para trasladar su residencia fiscal porque los impuestos son más bajos, hay tarifa plana para los jubilados y está a un trayecto medio en coche o a menos de una hora en un vuelo barato, pero sin dejar de tratarlo con cierto desdén propio de una casta de viejos hidalgos. Hace tiempo, sin embargo, que la sociedad portuguesa ofrece lecciones de madurez política, empezando por el rechazo en referéndum a un proyecto de descentralización administrativa –autonomías– que por su tamaño no necesita; siguiendo por una salida de la crisis de quiebra a base de austeridad y disciplina y terminando, de momento, por el compromiso de sus élites dirigentes con la estructura bipartidista.

Quizá la realidad se vuelva tozuda y el centro-derecha no pueda dirigir la nación en minoría. Pero la intención es importante, y ahí cuenta también el respeto de la socialdemocracia –que tiene a su alcance una alianza alternativa de izquierdas, aunque igualmente minoritaria– por una tradición de alternancia conforme a las pautas constitucionales clásicas. Ese tipo de actitudes, así como el estándar ético que provoca la renuncia de un jefe de Gobierno sin esperar a que la Fiscalía del Supremo le abra proceso, son las que han hecho de Portugal un modelo institucional al menos aparentemente serio, con un prestigio europeo bastante superior a sus indicadores económicos y financieros. Sin duda las cosas se ven de otra manera desde dentro, pero las elecciones del domingo dejan un interesante ejemplo sobre la sensatez de los partidos sistémicos. A veces lo odioso no son las comparaciones sino los espejos.