José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- Casado ha logrado de madrugada irse honrosamente, escribir el guion de su dimisión y frustrar las urgencias de Núñez Feijóo
Pablo Casado obtuvo ayer una victoria neta y última sobre los barones que, con una urgencia perentoria, ajena a los mandatos estatutarios y un tanto indigna, le compelían a resignar de inmediato su cargo. De haber prosperado el desatino que algunos dirigentes territoriales intentaron, la legitimidad de Núñez Feijóo como nuevo presidente del PP en abril, cuando será designado por previsible aclamación, hubiese quedado seriamente comprometida. Núñez Feijóo hizo unas declaraciones dubitativas sobre su disponibilidad, quizá decepcionado por salir de Génova sin la dimisión del que será —si finalmente se presenta— su predecesor.
Cuesta comprender por qué un procedimiento tan elemental como el de permitir que el actual presidente del PP lo siga siendo en funciones hasta el congreso extraordinario, previa celebración el martes próximo de la Junta Directiva Nacional, haya costado acordarlo por unanimidad tras más de cinco agónicas horas.
Resultaba obvio que un nombramiento de Núñez Feijóo por cooptación de los barones habría sido antidemocrático; que una dimisión precipitada de Pablo Casado habría entregado la última palabra sobre su persona y sobre su gestión al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, con la probabilidad de que el cambio en la dirección nacional de la organización hubiese concluido en un colosal fiasco.
Que el acuerdo alcanzado haya sido el único adecuado, estatutario y lógico no redime la pésima impresión del largo tiempo necesario para alcanzarlo. La reunión de la pasada noche, que se demoró hasta la madrugada de hoy, ha sido otro golpe a la reputación de los cuadros del PP que se han sobreseído en una toma de decisión cuya mayor dificultad podría estar en el compromiso formal de Pablo Casado de no presentarse a la reelección. Su despedida en el Congreso fue ayer de una extrema elocuencia, pero había cierto desasosiego sobre las intenciones últimas del político palentino. Ya están claras. Aunque no ejecutadas.
Los demás puntos del consenso no llaman especialmente la atención: la entrega de la coordinación general del partido hasta el nombramiento del nuevo presidente a la portavoz parlamentaria, Cuca Gamarra, y el encargo de la presidencia del comité organizador del congreso extraordinario al eurodiputado Esteban González Pons. Ahora bien, esa estructura provisional y políticamente debilitada ha de hacer frente a algunas decisiones de gran envergadura.
Por una parte, desde hoy y hasta el 3 de abril, debe decidirse la política de pactos en Castilla y León. El dilema consiste en si se consiente o no la incorporación de Vox al Gobierno regional, se intentan otras alternativas —solo posibles con la colaboración del PSOE— o se repiten elecciones. Para el futuro del PP, para la integridad de los principios de la derecha democrática europea que lo definen, el pacto de gobierno con Vox resultaría temerario y condicionaría de manera pésima el mandato de Núñez Feijóo si finalmente lo acepta.
En las actuales circunstancias, y con el desgaste de la crisis cainita en el PP, sus expectativas electorales han descendido de forma notable, de tal modo que resulta verosímil que Vox sobrepasase a los populares en unas eventuales elecciones generales, más aún en el caso de que Mañueco ceda ante Abascal en Valladolid. La nueva política de los conservadores empieza donde acabó la gestión anterior: en Castilla y León.
Por otra parte, Europa y Estados Unidos están concernidos por una crisis prácticamente bélica con Rusia que podría estar ya invadiendo Ucrania. La magnitud de esta agresión retrotrae la historia del Viejo Continente a los peores momentos de la Guerra Fría. Los partidos de Estado —el PP y el PSOE— deben consumar un pacto de política exterior nítido, comprometido con nuestros socios de la OTAN y de la Unión Europea.
Estas dos decisiones sorprenden —relativamente— al PP en un momento de transición y de interinidad en su cuadro de mandos
Estas dos decisiones sorprenden —aunque relativamente— al PP en un momento de transición y de interinidad en su cuadro de mandos. Será preciso que la organización se trabe y cohesione para estar a la altura de las circunstancias. Casado, como presidente en funciones, en permanente sintonía con Núñez Feijóo, Cuca Gamarra y Esteban González Pons, tiene que asumir un compromiso de plena responsabilidad para con el partido y para con el Gobierno y los intereses de la nación que están vinculados a nuestros aliados internacionales.
El balance del PP desde el 3 de febrero pasado, cuando se produjo la bochornosa convalidación del decreto ley de la reforma laboral, ha sido un rosario de despropósitos: precipitada convocatoria de elecciones en Castilla y León, denuncia de espionaje por parte de Isabel Díaz Ayuso, respuesta descontrolada del ex secretario general del partido y del propio Pablo Casado, retractación de ambos, intervención de la Fiscalía en presuntas ilegalidades por parte de la presidenta madrileña, dimisión de la portavocía nacional del alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, y la conversión de cañas en lanzas contra el presidente nacional del PP por parte de sus anteriores colaboradores hasta tal punto que llegó al escarnecimiento.
El resultado, al menos el provisional de las estupefacientes noches de ayer y la madrugada de hoy, ha sido que Pablo Casado ha resistido hasta más allá de lo que suponían sus más acendrados adversarios. Es cierto que en el camino ha dejado caer a Teodoro García Egea —su gran peaje—, pero llegará al congreso extraordinario con una dosis superior de simpatía de las bases a la que tenía hace solo cinco días. De alguna forma se ha ido haciendo con el relato, que alcanzó su punto más emocional con su presencia —nueve minutos de reloj— en la sesión de control al Gobierno, ayer en el Congreso de los Diputados.
Ha logrado lo que nadie pensaba: irse honrosamente y destituido por el mismo congreso que le eligió, pero no por un procedimiento opaco. Dadas las circunstancias, no es poco. Es, ni más ni menos, la victoria del vencido en su última batalla, que es la de la autoestima. Una victoria personal que rehabilita, además, los procedimientos y protocolos de un partido en el que había anidado el propósito de un anacrónico e intolerable ‘putschismo’.