Juan Carlos Girauta-ABC
- «¿Cuándo se ha normalizado y puesto de moda eso de dejar al Rey sin aire para respirar? Deberían haber puesto los puntos sobre las íes, las cosas claras, la carne en el asador y lo que cuelga encima de la mesa. ¿Quiénes? Los hombres decentes, los grandes empresarios, los principales catedráticos, los más renombrados artistas, los mayores editores, los banqueros más poderosos»
Fuertes vientos en Madrid. También en la isla del Mediterráneo desde donde escribo esta página. Tarde o temprano, sin sujeción a ciclos previsibles (fuera de la meteorología son superstición), un vendaval se lo lleva todo. Llega de súbito y se marcha dejando los escenarios de nuestra vida desbaratados, irreconocibles, perdidos para siempre.
Así la operación de las fuerzas contrarias al sistema del 78, que no es que vayan ultimando sus planes, pues un tipo como el narcisista vacuo tiene antojos más que planes, arrebatos más que estrategias, ataques de vanidad más que agenda y una insensatez que le mueve como al piloto temerario amigo de vendarse los ojos. Mira, ha tenido suerte en las dos primeras curvas.
Por desgracia, en el coche viajamos todos. Si los mitos del humanismo y del progreso disponen de algún anclaje en la realidad (si aún podemos oponer alguna resistencia al sabio y desolador John Gray), es impensable que España haya decidido suicidarse poniendo su futuro en manos de un maniquí de El Corte Inglés y varios navajeros. España, nada menos.
Los nacionalistas, los analfabetos funcionales y los docentes nos han acostumbrado al auto desprecio, pero hablamos de la vieja nación que alumbró a la Escuela de Salamanca y fundó un imperio humanista y mestizo. La gran patria cansada que por fuerza deberá esconder alguna sabiduría pese a las apariencias. La asombrosa construcción del espíritu, de la pluma y de la espada que ha derramado su idioma sobre medio mundo. Todo eso convivirá, adormecido, con este país que ignora su historia y se recrea rebajándose a aprender una inventada, empeñada en enconar conflictos.
Pese a todo, aquí está. A salvo tras la fortaleza europea, con su moneda garantizada, con sus bancos demasiado grandes para caer, con su seguridad y su bienestar. Con tantas razones, en fin, para estar satisfecha que su postración parece el resultado de un conjuro poderoso, la maldición de un enemigo atávico y terrible. España, con tantas razones para mirar adelante, se ha girado, cuello rígido de posesa, hacia su peor pasado. A España, con su meritoria e impecable Constitución, sus años de adiestramiento en las artes de la democracia, su Estado de Derecho consolidado, se le han cruzado los cables, se ha asilvestrado, se ha puesto a premiar a quienes quieren destruirla y a postergar a quienes desean protegerla.
Estamos ante una pérdida de sentido. Alguien ha laminado meticulosamente el que había y nada ha venido a llenar el hueco semántico y moral. No merece la pena engañarse, no hay gran motivo para la esperanza. Hace ya demasiados años que a los defensores de la Constitución se nos tiene por radicales, por intransigentes. Que a los auxiliadores empresariales y mediáticos de los golpistas se les considera gente centrada, cabal y tolerante. Que la patraña del diálogo ha dado sus frutos envenenados, esto es, la exaltación pública de los terroristas de la ETA sin obstáculo alguno, y la amonestación, más pública aún, a los demócratas que se concentran en el País Vasco o en Navarra.
Mientras, el piloto de los ojos vendados sigue rozando las paredes del estrecho circuito, convencido de que es un elegido: nada puede detenerle. La hybris de Narciso se ha unido a la idiocia de su coro de ganapanes políticos, que nunca le fallarán porque el coste de la oportunidad es igual a cero. Pero de ellos nadie espera nada. Otra cosa son las élites y su traición.
Observen a los ibexinos. ¿Cuándo empezó a ser lo correcto arrojar piedras sobre el tejado de tus accionistas, exponerte con tomas de partido en un país polarizado, meterte en jardines ideológicos, apostar por los enemigos de la libre empresa? ¿Eh? ¿Tienes algún problema de conciencia, algo que demostrar, algún complejo?
¿Cuándo se ha normalizado y puesto de moda eso de dejar al Rey sin aire para respirar? Deberían haber puesto los puntos sobre las íes, las cosas claras, la carne en el asador y lo que cuelga encima de la mesa. ¿Quiénes? Los hombres decentes, los grandes empresarios, los principales catedráticos, los más renombrados artistas, los mayores editores, los banqueros más poderosos. Pero es que la razón se ha torcido tanto que los mismos que chapotean en todos los charcos identitarios de la izquierda consideran que salir en defensa del Rey es una toma de postura política, y que dónde vamos a parar. Unos jueces gritan «Viva el Rey» y el ministrillo de turno cree que se han pasado. Reivindicar a Don Felipe es ya arriesgado. Lo adecuado en este país de cobardes es avalar los planes sanchistas de rebatiña de fondos europeos.
Pues nada, que nos coja preparados. A los pocos que seguimos inmunes al qué dirán solo nos resta una opción digna: seguir siendo tan terriblemente intolerantes como para condenar el indulto a los golpistas; tan extremistas como para defender hasta el final que las leyes no se cambian ad hoc, y mucho menos el Código Penal, y menos aún cuando se trata de delitos contra el orden público o contra el orden constitucional.
Conjurémonos, prometámoslo solemnemente: vamos a ser tan inflexibles como para seguir insistiendo en que solo el Rey estuvo a la altura del desafío golpista, y que esa era su función, su obligación como símbolo de la unidad y permanencia de España, y que los socios golpistas de Sánchez se la tienen guardada al Rey por cumplir con sus obligaciones, y que los socios de gobierno del traje vacío conspiran a su vez contra la monarquía parlamentaria porque la democracia liberal no es lo suyo, y aquella es la forma que esta toma en España, vistos los sectarismos, destrucciones y fracasos de las dos experiencias republicanas.