- Se marca un Maragall y, mientras afirma que gobernará para todos, elimina la bandera española de su primer acto oficial, defiende a capa y espada el refuerzo de la inmersión lingüística, y anuncia una inviable, insolidaria e inconstitucional singularidad fiscal
El nombre de Societat Civil Catalana lo concebimos tres amigos en un restaurante barcelonés. Tres palabras que llenaron un vacío. Se había iniciado el procés y Cataluña carecía de sociedad civil, toda vez que la ensaladilla (rusa, supimos luego) así designada era un plato de muestra donde piezas supuestamente independientes formaban en realidad un todo pegajoso merced al engrudo que hacía de mayonesa. Nuestro ambicioso objetivo era crear la némesis de la ANC, motor de todas las grandes manifestaciones separatistas, las de las camisetas amarillas y las formaciones en uve. Llamar a nuestro invento Societat Civil Catalana nos pareció la mejor forma de implantar dos ideas complementarias: 1) una verdadera sociedad civil catalana iba a surgir por fin donde no la había; 2) lo que había era lo opuesto a la sociedad civil: una extensión del poder político, obediente, dependiente y dedicada a simular que los catalanes de a pie, espontáneamente organizados, planteaban sucesivas demandas (primero el concierto fiscal, luego un Estado propio, luego la independencia), procediendo el Gobierno catalán a obedecer el clamoroso mandato de las calles.
Ni siquiera me tomé la molestia de asociarme al instrumento que habíamos dado a luz. Lo importante era que existiera, que pusiera como locos y a la defensiva a los tertulianos nacionalistas desde el mismísimo nombre. La entidad cumpliría su cometido histórico convocando con éxito arrollador las dos manifestaciones de las banderas españolas que siguieron al golpe de Estado de 2017. Sin olvidar que los récords de asistencia, jamás igualados por los separatistas, tan callejeros, no se habrían logrado sin el discurso de Felipe VI de 3 de octubre de 2017. Con todo, en ambas demostraciones multitudinarias percibí signos preocupantes procedentes de varios personajes secundarios del PSC que, desmarcándose de su dirección, habían asistido. Entre ellos, Illa. Temí lo peor porque no he nacido ayer. Lo peor llegó, consumándose ahora con la presidencia de la Generalidad de don Salvador.
Ustedes lo conocerán como el socialista que, tras opaca gestión de la Sanidad durante la pandemia, con su ministerio centralizando las misteriosas compras de material (algunas de ellas a empresas de su pueblo que, por no tener, no tenían ni sede), llega, se marca un Maragall y, mientras afirma que gobernará para todos, elimina la bandera española de su primer acto oficial, defiende a capa y espada el refuerzo de la inmersión lingüística, y anuncia una inviable, insolidaria e inconstitucional singularidad fiscal que se resume en: lo nuestro es nuestro y lo vuestro… también. Pero, fíjate, yo lo recuerdo como la correa de transmisión del PSC con Societat Civil Catalana. Yo lo recuerdo engañándonos a (casi) todos el 8 de octubre del 17, compartiendo protagonismo con los más firmes adversarios del nacionalismo: Albert Rivera, Mario Vargas Llosa, Félix Ovejero… Encaramado al escenario mientras Josep Borrell aguaba el acto riñendo a la multitud por pedir prisión para Puigdemont. Illa es Sánchez: lo que haga falta. Luego dicen que es incoherente, reprobable cambiar de partido. Lo incoherente y reprobable es ser socialista.