- Una vez que te acostumbras a romper las normas, tu capacidad de remordimiento va menguando hasta que al final todo te da exactamente igual
Imagino que cuando eran ustedes niños, y se aburrían como ostras en clase, fabularían alguna vez sobre cómo serían de mayores sus condiscípulos, qué acabarían haciendo con sus vidas. Acertar es difícil, porque en esta vida nadie conoce a nadie, siempre surgen sorpresas de quien menos te lo esperas.
Una afianzada leyenda que corría por mi colegio, cuya veracidad nunca llegué a comprobar, sostenía que uno de nuestros excompañeros de clase estrenó su mayoría de edad dando un palo a una pequeña oficina bancaria allá en su pueblo, no lejos de La Coruña. Según lo que se contaba, no habría resultado un atracador demasiado sagaz, pues eligió una sucursal sita en el bajo del edificio donde vivía con sus padres. Carente del arsenal apropiado, el bisoño atracador eligió como arma intimidatoria un arpón de pesca submarina. Para ocultar sus facciones se cubrió el rostro con una media, tal y como había visto en las películas. Pero su pelo pajizo, su reconocible complexión menuda y la desgracia de que la media resultó casi transparente, dieron lugar a que el cajero lo identificase al instante: «¡Pero neno! ¿Qué carallo estás haciendo?». Huelga decir que acabó en la trena.
No sé qué sería de él, si se enderezó o si perseveró en el choriceo, que espero que no. Pero en el caso de que aquello fuese el inicio de una carrera fuera de la ley, le acabaría ocurriendo lo que les pasa a la mayoría de los manguis multi reincidentes: los remordimientos van menguando a medida que la delincuencia se convierte en rutina y al final se apagan las alarmas de la conciencia.
Charlo con un amigo sobre la más manida de las preguntas políticas: ¿aguantará el personaje con todo lo que tiene encima? Él sostiene que es imposible. «Esto es ya demasiado, lo supera todo. Este tío se va a ver forzado a convocar elecciones el año que viene. No tiene escapatoria».
Opino más bien lo contrario, por dos motivos. El primero es que el poder se ha convertido en su herramienta imprescindible para intentar acogotar a los jueces y policías que investigan a su familia (y que podrían acabar investigándolo a él). Okupar el Gobierno es la última coraza de protección de La Familia. La segunda razón guarda relación con la psicología. El referido mecanismo mental del delincuente habitual puede aplicarse también en la política: si fumarte las normas se convierte en tu tónica de comportamiento, al final todo acaba resbalándote.
Sánchez ya ha dicho abiertamente que no necesita el Parlamento para gobernar y lleva tres años sin presupuestos. En relación con los flagrantes casos de corrupción de su familia, su fiscal, su Ábalos y su Cerdán, la técnica es un negacionismo absoluto a lo Pili Alegría: «Nada de nada», y a otra cosa. Además, a esos mandos de la UCO tan profesionales y tan honestos siempre se les puede propinar una patada hacia arriba, la clásica sublimación percuciente: ascenderlos para apartarlos y colocar a otros más dóciles. Por su parte, los socios no lo van a dejar caer en la vida, porque jamás encontrarán otro chollazo igual –Aitor Esteban lo ha explicado a las claras el fin de semana– y Yoli no abandonará el casoplón gratuito del Estado y la berlina oficial ni a empellones. Por lo demás, un poco de Gaza, un poco de Franco, unas tropelías de Pumpido para masajear a los separatistas, un poco de ingeniería social contra el derecho a la vida, un mucho de Falcon en plan líder planetario y un muchísimo de «cuidado que viene Vox»… y se nos planta tan ancho en 2027 (y cuidado que no haya ninguna nueva sorpresa en las urnas, como la de 2023).
Cualquier otro político europeo habría dimitido con un 15% del tanque de lixiviados que tiene encima. Pero aquí el Gobierno se ha instalado en una dimensión paranormal que lo vuelve casi intocable. Jamás tirará la toalla. Tiene demasiado miedo a la justicia.