Los dirigentes de UGT y CC OO no tienen nada personal contra el presidente del Gobierno, pero si han de elegir entre salvarse ellos o salvar a Zapatero, no dudarán: consideran que está en su ser sindicalista convocar una huelga general cada cierto tiempo para que sus amenazas de hacerlo tengan credibilidad.
Zapatero ya había tenido ocasión de comprobar lo fácilmente que en política se pasa de joven promesa a vieja gloria. Ahora está aprendiendo lo rápidamente que se pasa de ser considerado amigo de los trabajadores a verdugo de la clase obrera.
No es que los dirigentes sindicales le consideren su enemigo, pero le están preparando una huelga general porque, como el escorpión de la fábula, creen que está en su naturaleza hacerlo. La víspera del paro de los funcionarios, Cándido Méndez arremetía, y no le faltaban razones, contra el PP por contribuir a la pérdida de crédito de España al compararla con Grecia y Hungría; sin reparar en que su huelga general contribuye a ese desgaste más que cualquier declaración de Cospedal.
Cada vez que hay una huelga salvaje (como las que hace años organizaban en los servicios públicos líderes iluminados de sindicatos corporativos), muchas personas reconocen la necesidad de los sindicatos clásicos, cuya misión consiste en canalizar las aspiraciones -y la irritación- de los trabajadores hacia objetivos posibles. Pero su funcionamiento revela debilidades: por una parte, las derivadas de su dependencia de las subvenciones públicas, abiertas o encubiertas; por otra, el condicionamiento de que su medio de presión sea la huelga -y en última instancia la huelga general-, lo que muchas veces tiene el efecto de agravar lo que combate.
Si hay huelga general este mes no será ya en primer lugar contra los recortes del gasto que provocaron su invocación, sino principalmente contra la reforma laboral que plantee el Gobierno el día 16, si sigue sin haber acuerdo. El debate sobre esa reforma está resultando bastante confuso. Se ha pasado de considerarla innecesaria en la actual coyuntura a imprescindible. El Gobierno se ha limitado a cambiar de opinión, sin explicar por qué. Es cierto que un cambio en la legislación laboral no crea empleo; lo crea el crecimiento económico. Pero en España eso no ocurre con tasas de aumento del PIB inferiores al 2,5% o 3%.
Para corregir ese desfase conviene establecer en la fase baja del ciclo medidas que incentiven la contratación a la salida de la crisis, incluso con crecimiento incipiente. En ese sentido son convenientes medidas como las sugeridas por Miguel Boyer (EL PAÍS, 26-5-2010): evitar que el salario mínimo crezca por encima de la media -para facilitar la reincorporación de los parados de la construcción, a ese u otro sector-; que se establezcan indemnizaciones por despido menos dispares entre contratos temporales y fijos -para incentivar estos últimos-; y que el marco natural de los convenios sea la empresa, para adaptarlos a la situación concreta, y no el sector.
Zapatero parece estar siguiendo en relación con el diálogo social la misma táctica que ha aplicado a otros asuntos: apurar las posibilidades de acuerdo para cargarse de razón antes de establecer la reforma por decreto: haber sido impecable para poder ser implacable. En 2002, el Gobierno del PP evitó esa cautela antes de dar vía libre al famoso decretazo: una medida que básicamente buscaba endurecer las condiciones de percepción de las prestaciones de desempleo (limitar las causas para rechazar un empleo) y eliminar los salarios de tramitación en los despidos improcedentes.
El Gobierno de Aznar alegó que no se trataba de recortar derechos sino de corregir un desajuste «entre ofertas de trabajo que no se cubren y el elevado número de parados»; y de enviar «un mensaje a los mercados» internacionales (EL PAÍS, 3-6-2002). Días después tenía lugar la huelga general del 20-J -coincidiendo con la cumbre de fin de la presidencia española de la UE-, que tuvo gran seguimiento pese a los intentos del Gobierno de minimizarla. Los sindicatos la convocaron porque consideraron que el Gobierno les lanzaba un pulso, cuestionando su poder de veto en materia laboral; pero también ellos se cerraron a la negociación, exigiendo como condición previa la retirada del decreto.
Los dirigentes de UGT y CC OO no tienen nada personal contra el presidente del Gobierno, pero si han de elegir entre salvarse ellos o salvar a Zapatero, no dudarán: consideran que está en su ser sindicalista convocar una huelga general cada cierto tiempo para que sus amenazas de hacerlo tengan credibilidad. Ignacio Fernández Toxo no puede haber olvidado que Carlos Marx nos dejó dicho que es la existencia concreta de cada cual lo que determina su conciencia, y no lo contrario.
En cuanto a Zapatero, en agosto cumple 50 años, una edad a partir de la cual todo el mundo sabe que a veces hay que hacer cosas que se había jurado no hacer nunca. Con ese equipaje, el presidente está ahora plenamente preparado para gobernar. Pero esa madurez llega en un mal momento: cuando el 76% del electorado desaprueba su gestión, según el sondeo publicado aquí el pasado domingo.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 10/6/2010