Con independencia del desenlace de la investigación abierta contra el fiscal general del Estado Álvaro García Ortiz por un presunto delito de revelación de secretos, es obvio que el número uno del Ministerio Fiscal no puede ejercer por más tiempo su cargo estando bajo la sospecha de haber cometido un delito.
La decisión de abrir una causa contra el fiscal ha sido adoptada por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo por unanimidad y sobre la base de la supuesta difusión de datos relativos a una investigación por delitos de defraudación tributaria y falsedad documental contra Alberto González Amador, novio de Isabel Díaz Ayuso.
El delito que se atribuye al fiscal general es el contemplado en el artículo 417 del Código Penal, que castiga a la autoridad o funcionario público que revelase secretos o informaciones de los que tenga conocimiento por razón de oficio o cargo y que no deban ser divulgados.
Álvaro García Ortiz no carece de argumentos para su defensa. En primer lugar, porque para ser condenado por el delito de revelación de secretos será necesario primero demostrar que el filtrador de la información fue él. Algo que no es evidente hoy.
En segundo lugar, porque el fiscal puede esgrimir todavía que su intención no fue la de intervenir en el proceso de negociación entre el novio de Ayuso y el Ministerio Público en perjuicio del primero. Sino, precisamente, desmentir las acusaciones que desde algunos medios se lanzaban en ese sentido y que él calificó de «bulos».
En tercer lugar, porque Alberto González Amador no era un particular cualquiera, sino alguien que gozaba del apoyo de la Comunidad de Madrid. Y prueba de ello es la rueda de prensa que Ayuso dio en su defensa en marzo de este año.
Es en cualquier caso inexplicable que el fiscal general del Estado, cuya principal función como máximo representante del Ministerio Fiscal es la defensa de la legalidad, no encontrara otra vía para desmentir esas acusaciones que airear las negociaciones de un particular con el fiscal de Delitos Económicos.
El delito de revelación de secretos, además, afecta a un elemento nuclear de la relación del Estado con los ciudadanos, el del respeto a su privacidad. Eso obligaba al fiscal general a extremar el cuidado en la protección del bien jurídico perjudicado, en este caso el del derecho a la defensa de González Amador.
Una elemental comprensión del principio de responsabilidad política obliga por tanto a García Ortiz a renunciar a su cargo. Con doble motivo, ya que el Gobierno no le puede destituir.
Sería totalmente anómalo, en fin, que el fiscal general continuara ejerciendo su cargo mientras es investigado por el Tribunal Supremo.
Álvaro García Ortiz ha anunciado ya que renuncia a dimitir con el argumento de que eso es «lo más prudente para la institución». EL ESPAÑOL cree, sin embargo, que lo más prudente para la institución de la Fiscalía es, precisamente, que dimita.
Álvaro García Ortiz debe ser consciente, como ha defendido este miércoles la Asociación de Fiscales, de que el reglamento de la carrera fiscal prevé la posibilidad de que un fiscal sea separado del cargo en el caso de que se le incoe una causa penal, en beneficio de la apariencia de imparcialidad y de honradez de la institución.
¿Y qué apariencia de imparcialidad puede tener un fiscal general bajo investigación?
La sombra de la sospecha que pesa sobre el fiscal general no puede perjudicar a los españoles. En el terreno político, el principio de in dubio pro reo debe jugar a favor de los ciudadanos, que no tienen por qué soportar que un fiscal general esté bajo sospecha.
Una norma no escrita de la democracia española dice asimismo que los altos cargos del Gobierno y del resto de las Administraciones públicas deben dimitir cuando son imputados, sin perjuicio de su derecho a la presunción de inocencia, que permanece intacto, y que les permitirá reincorporarse a la política si las acusaciones son archivadas.
Pero la lógica de esa dimisión es inatacable, y forma parte del precio que uno debe pagar por asumir un cargo político al más alto nivel.
La alternativa, la de que esos altos cargos permanezcan en sus puestos, dejando que la sombra de la sospecha recaiga sobre ellos, sobre su trabajo y sobre la institución que encabezan, produce vértigo. Como produce vértigo el enfrentamiento del Gobierno con el Tribunal Supremo, que da razones al digital The Economist cuando acusa a Pedro Sánchez de aferrarse al cargo a costa de la calidad de la democracia.