Lourdes Pérez, DIARIO VASCO, 19/12/11
El «pesar» de la izquierda abertzale hacia las víctimas de ETA solo podrá interpretarse como un paso creíble y sincero si se acompaña de la interiorización personal del mal hecho
En ‘Al final del túnel-Bakerantza’, el documental sobre las consecuencias de la violencia firmado por Eterio Ortega y Elías Querejeta, hay una secuencia tan conmovedora como ilustrativa del tránsito, del viaje interior, que aún le queda por hacer a la izquierda abertzale en su desenganche definitivo del terrorismo y de lo que éste ha representado. Kepa Pikabea -preso disidente de ETA condenado por 24 asesinatos- y Juan Karlos Ioldi -exrecluso sin delitos de sangre y candidato de HB a lehendakari en 1986- se pronuncian, cada uno por separado, sobre la supuesta utilidad del terrorismo. «Claro que ha merecido la pena, no va a merecerla si estamos a punto de conseguir nuestros objetivos políticos», responde Ioldi. «¿Qué puede justificar coger las armas y quitarle la vida a una persona?», se pregunta retóricamente Pikabea. «Lo que se ha logrado se podía haber conseguido sin llegar adonde hemos llegado».
Los dos han alcanzado, con argumentos dispares, el convencimiento de que la violencia ya no tiene sentido (el documental es previo al cese de ETA). Y ambos, padres de familia, rechazan que sus hijos tengan un futuro como el tenebroso pasado que en algún momento compartieron. Pero la distancia entre uno y otro a la hora de evaluar por qué el terrorismo debe desaparecer y, especialmente, si el recurso a las armas tuvo justificación refleja, con toda desnudez, el meollo ético en el que desemboca el final etarra. Es un meollo que afecta al conjunto de la sociedad y a cómo ésta puede avanzar hacia una convivencia normalizada libre de amenazas. Pero se trata de un debate pendiente, sobre todo, en el seno de la izquierda abertzale. Y que exigiría tal grado de introspección individual, de asunción de las propias responsabilidades en el destrozo provocado por ETA, que resulta por ahora poco compatible con pronunciamientos hacia las víctimas colectivos, genéricos y gaseosos. El «pesar» mostrado por la izquierda abertzale, en el marco del Acuerdo de Gernika, hacia los damnificados por el terror solo podrá interpretarse como un paso creíble y sincero si va acompañado de esa interiorización personal del daño causado y de la inutilidad de la lucha armada que ha arruinado la vida a miles de personas. Incluidas todas las que han acabado en la cárcel porque la lucidez final de la izquierda abertzale al apartarse de ETA no les llegó a tiempo.
Puede que sea un viaje que no culmine jamás en los términos que serían deseables para la mayoría de las víctimas del terror etarra y para todos aquellos vascos que se congratulan del cese definitivo de la organización armada, pero que se resisten a asumirlo como una invitación a pasar página sin una revisión mínimamente crítica de tantos años de deshumanización fanática, de dolor y de sufrimiento. Por el momento, la música de los dos folios con los que la izquierda aber-tzale ha pedido el resarcimiento de todos los afectados por «las múltiples violencias» está más próxima al discurso condescendiente con el pasado de Juan Karlos Ioldi que al arrepentimiento expresado por Kepa Pikabea. Aunque la conclusión sea la misma, que la ‘lucha armada’ ya no vale y se ha acabado.
A falta de una reflexión más comprometida por parte de la antigua Batasuna de lo que ha significado la violencia, el final de ETA sitúa al PNV, al PSE y al PP ante un desafío: hasta dónde puede llegar el aperturismo hacia la nueva izquierda abertzale, más allá de las obligadas relaciones institucionales, si ello comporta rebajar el listón de las exigencias éticas o entrar en transacciones sobre las mismas. Los dos primeros meses sin ETA han supuesto alivio y esperanza para una sociedad que, sí, quiere pasar página. Pero también han traído consigo el riesgo de que la paz acabe teniendo menos contenido, o un poso moral más diluido, que el que se reclamaba previamente a la izquierda abertzale para que soltara amarras con ETA.
Ese listón no significa que no se zanje, por ejemplo, la dispersión de los presos; o que la ponencia parlamentaria constituida para encarar la situación de las víctimas de otras violencias no progrese en sus trabajos de reconocimiento y reparación; o que no haya que rebatir las tentaciones de banalizar el terrorismo de Estado, como hizo hace unos meses Felipe González. El peligro se esconde en la tergiversación de las realidades que han confluido en décadas de violencia, en la dilución de responsabilidades bajo la cobertura del «conflicto». En equiparar los derechos penales y penitenciarios que asisten a los presos en un país democrático con el resarcimiento efectivo y leal que debe la sociedad a quienes murieron asesinados por la acción de una mano no colectiva, sino individual.
El devenir de la paz y de la política vasca entra hoy en una fase distinta con la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno. La controvertida negativa a que Amaiur disponga de grupo propio evidencia que el PP está dispuesto a aplicar el rodillo de su mayoría si lo cree preciso y a no emitir por ahora señales de tolerancia hacia la izquierda abertzale, aunque ello cause incomodidad en Euskadi y fuerce hasta el límite los usos y costumbres del Congreso. Pero la negativa también encierra un mensaje hacia las urgencias que puedan invadir al PSE del lehendakari López o al PNV de Urkullu. Rajoy, ya se sabe, es alérgico a las prisas y a que le presionen los demás. La entrada de la legislatura vasca en su tramo final pondrá a prueba el empaste de los intereses partidarios en juego y hasta dónde es capaz de llegar la izquierda aber-tzale en su particular viaje interior.
Lourdes Pérez, DIARIO VASCO, 19/12/11