Ignacio Varela-El Confidencial

Se ve que en España no está sucediendo nada que merezca la atención absoluta de los miembros del Gobierno. Se ve que el país vive un momento relajado, sin problemas para la sociedad

Se ve que en España no está sucediendo nada que merezca la atención absoluta de los miembros del Gobierno. Se ve que el país vive un momento relajado, sin problemas que atosiguen a la sociedad ni exigencias especiales para el poder ejecutivo; y por ello, nuestro vicepresidente segundo, en la holganza que le facilita el asueto, ha podido darse el gusto de dedicar la mañana del 14 de abril a redactar cuidadosamente y publicar una sucesión de tuits celebrando el aniversario de la II República —antecedente inmediato de la Guerra Civil— y aprovechar la ocasión para lanzar invectivas contra el régimen que lo alberga en el poder y contra el jefe del Estado que firmó —esta vez sí, por imperativo legal— su nombramiento como vicepresidente.

Sin duda, los millones de ciudadanos que llevan más de un mes encerrados en sus casas (la mitad de los cuales dice temer la pérdida inmediata de su empleo, si es que no lo ha perdido ya), los miles de personas hospitalizadas y los familiares de los 20.000 fallecidos por el coronavirus esperaban este martes, ansiosamente, que alguno de sus gobernantes aliviara su sufrimiento y les levantara el ánimo jaleando el 14 de abril de 1931 y homenajeando con añoranza la España desastrosa de hace 90 años. Gran ejercicio de empatía colectiva el que realizó quien, en la práctica, copreside el Gobierno en este trance.

Si Pablo Iglesias fuera hoy únicamente secretario general de Podemos, la porción de enormidades que vomitó en la red social no merecería dedicarle una columna de opinión. Sería una pieza más para la historia del pensamiento reaccionario (hay una izquierda reaccionaria, como ha fundamentado Félix Ovejero en un libro imprescindible), que encarna como nadie el muy sectario y muy anticuado Iglesias.

Si viviéramos en una situación de relativa normalidad, la tentación inmediata del comentarista sería refutar una por una las falsedades históricas y desatinos ideológicos de la ráfaga de tuits con que nos ametralló el líder podemita.

Sería el caso, por ejemplo, de exigirle que precise qué son exactamente “los valores republicanos” en la tercera década del siglo XXI. De recordarle que hay seis monarquías parlamentarias entre los 10 países más prósperos del mundo; que las siete monarquías de la Unión Europea —entre ellas, España— están en la lista de las mejores democracias del planeta; que todas ellas encabezan también los ‘rankings’ mundiales de justicia social, y que repúblicas son, entre otras, Corea del Norte, China, la inmensa mayoría de las naciones africanas y todos los Estados semifallidos de América Latina, incluidas las dictaduras militares que aplastaron a sus pueblos. Repúblicas fueron también la Alemania de Hitler y la Unión Soviética del camarada Stalin. Todo lo cual tiene poco o nada que ver con el obsoleto debate sobre la transmisión hereditaria del poder.

Sería también, quizá, la ocasión para poner fin a la fatua glorificación histórica de la República de 1931, cuyos dirigentes fueron una banda de incompetentes que desestabilizaron y condujeron al fracaso a su propio régimen. Así como de clarificar de una vez la insensatez inmensa de algunos líderes de la izquierda de entonces, que merecen aparecer al menos como inductores y corresponsables de la carnicería del 36. No hace falta sentir simpatía alguna por el franquismo para desear que aquella década completa no se repita jamás. Ni, por supuesto, las cuatro que vinieron detrás.

El vicepresidente demagogo se va calentando a medida que redacta sus tuits, y en el último —la sacudida final de una masturbación innoble— reivindica un país en el que “jamás viéramos a un jefe del Estado aparecer vestido con un uniforme militar”. La insigne chorrada es digna de su autor, quien, sin duda, en el instante del espasmo recordó a Hugo Chavéz y Maduro, o a los hermanos Castro, siempre tan inmaculados en sus ropajes civiles.

Pero resulta que ni Pablo Iglesias es solo el jefe de un partido político ni este 14 de abril se parece a ningún otro. El señor Iglesias resulta ser el vicepresidente de un Gobierno encargado de conducir el país a través de la peor crisis que han conocido las generaciones vivas. Una crisis que, además de su terrorífico saldo en vidas humanas, amenaza con dejar tras de sí una España devastada. Eso, la circunstancia más que el contenido, es lo que hace de sus mensajes de este martes un gesto radicalmente impertinente y políticamente atroz.

Imaginen que el golpe del 23-F o el atentado terrorista del 11 de marzo de 2004 hubieran sucedido un 14 de abril. Imaginen que en medio de una de esas jornadas infaustas el vicepresidente del Gobierno se dedicara a lanzar vivas a la República del 31 y mueras a la monarquía actual. Cualquier persona sensata pensaría que el tipo se había chiflado por el trauma, era un marciano o un provocador profesional. Pues bien, la jornada de este martes no fue menos dramática para España que cualquiera de las dos mencionadas. Como la de hoy, la de mañana y las que nos esperan en el horizonte divisable. Esta es una tragedia en sesión continua.

Si coincidimos en que los miembros de este Gobierno no tienen otro deber ni ocupación admisible que dedicar las 24 horas del día a la crisis que padecemos y a la que viene, el señor vicepresidente tiene que explicar en qué precisa manera sus mensajes contribuyen a ese propósito, que debería ser absoluto y excluyente de cualquier otro. Si no contribuyen, son un estorbo —o algo peor— y sobran. Y es obvio que únicamente contribuyen a la satisfacción de los impulsos paleolíticos de su autor.

Si Manuel Azaña, máximo exponente de aquella República democrática que nació el 14 de abril, estuviera hoy vivo, abominaría del comportamiento de un vicepresidente en el momento más trágico de España y del mundo. Fue él quien dijo que “quienes han creído, o aparentado creer, que la República era antiborbonismo, anticlericalismo, anticentralismo, son unos majaderos o unos bribones”. Amén.