Ignacio Camacho-ABC
- La influencia de la Iglesia en el mundo contemporáneo otorga al cónclave una relevancia que supera el ámbito cristiano
De todas las religiones del mundo, la católica es sin duda la que posee más sentido del espectáculo. Un sentido que desde luego no estaba en la naturaleza de su fundador, el Cristo humilde, ascético, misericordioso, alejado de los oropeles mundanos, pero que le ha ayudado a atravesar los tiempos gracias a una intuición excepcional para dotar a sus liturgias de una belleza artística rodeada de halo mágico. Por eso, aunque Francisco tratara de simplificar –tampoco demasiado– su propio protocolo funerario, el mundo asistió ayer a un formidable despliegue ceremonial en la explanada del Vaticano, diseñada por el genio de Bernini como un majestuoso escenario. Con el latín como lengua franca recuperada para la solemnidad de la ocasión, las exequias papales volvieron a deslumbrar con sus cantos gregorianos, su precisa simbología ritual, la dignidad de sus rezos comunitarios y ese colorido contraste estamental que convertía la plaza en un cuadro donde destacaban el negro de las autoridades, el blanco de los eclesiásticos de a pie y el rojo de los purpurados. Ni siquiera faltó aquel ‘viento de Dios’ que hace veinte años removió las hojas de los Evangelios abiertos sobre el féretro de Juan Pablo; esta vez fue apenas una suave brisa primaveral advenida al final de la misa de réquiem para aliviar el duro sol romano, como si subrayase la templanza empática, parroquial, que el difunto Papa quiso conferir a un pontificado bastante menos disruptivo de lo que piensan sus detractores y mucho más innovador de lo que creen sus partidarios.
A la cúpula de la jerarquía eclesial, integrada en el Colegio Cardenalicio, corresponde ahora interpretar si ese aire sopla a favor de la continuidad reformista o inspira un giro de vuelta a la tradición histórica del ministerio petrino. La influencia de la Iglesia en la contemporaneidad convierte el próximo cónclave en un acontecimiento de proyección trascendente más allá del ámbito específico del cristianismo. Se trata de una institución con un papel de enorme relevancia en el plano moral, cultural, sociológico y por supuesto político, como atestigua la presencia en Roma de tantos gobernantes de prestigio. Su autoridad modela la conducta de mil cuatrocientos millones de seguidores, su mensaje se difunde a través de un gigantesco aparato educativo, sus redes de asistencia son a menudo más eficaces que las de los estados y su mediación diplomática contribuye a la resolución de conflictos. El suyo es un poder blando, intangible, pero fundamental en la configuración de las relaciones sociales incluso en una época caracterizada por el avance del laicismo. Todos esos factores dependen ahora de una reducida élite clerical en cuyas manos queda el cometido decisivo de elegir un nuevo liderazgo a la altura de los desafíos globales de este siglo. Más vale que el vientecillo de San Pedro procediera en verdad del Espíritu.