Zapatero ha dado un giro en su estrategia. Negar o minimizarlo es absurdo. Ha rechazado repetir la experiencia de pactos estables con partidos que le garanticen la mayoría a cambio de contrapartidas políticas. Y en el discurso de investidura se comprometió a que el Estado disponga como mínimo del 50% del gasto público, además de insistir en su «idea de España».
El 13 de febrero los dirigentes de CiU, PNV y BNG, agrupados en Galeuscat, acordaron reunirse el día 10 de marzo, uno después de las elecciones, para poner sus fuerzas en común con vistas a la negociación de sus eventuales apoyos al vencedor. Pero ya de entrada advertían de que su peso en el Parlamento sería «determinante» para la investidura del nuevo presidente, a quien reclamarían avanzar en la «construcción de un Estado plurinacional, pluricultural y plurilingüe», si quería contar con ellos.
Un mes después de la fecha acordada, esa reunión sigue sin haberse celebrado, mientras que Zapatero será investido hoy, en segunda vuelta, sin pactos previos con los nacionalistas. Ello se debe en primer lugar a que los resultados no fueron los esperados. Aunque no alcanzó la mayoría absoluta, ZP se aproximó bastante, y precisamente por efecto de su amplia victoria en Cataluña y el País Vasco; y aunque las tres fuerzas de Galeuscat sólo perdieron un escaño, el peso del nacionalismo en el Congreso se ha reducido de 33 a 24 escaños, y del 10% al 7% de los votos.
Pero también se debe a que Zapatero ha dado un giro en su estrategia. Negar o minimizar ese viraje es absurdo, especialmente por parte de quienes con más énfasis venían exigiéndoselo y ahora parecen lamentar que les haya hecho caso. La idea de proyecto autónomo, no condicionado por aliados nacionalistas, apareció ya en la campaña y la ha confirmado en su actitud ante la investidura.
Por una parte, ha rechazado repetir la experiencia de pactos estables con partidos que le garanticen la mayoría a cambio de contrapartidas políticas; por otra, ha modificado su discurso: en el de investidura lo de menos fue la insistencia en su «idea de España», y lo de más, compromisos como el de que el Estado dispondrá como mínimo del 50% del gasto público a fin de poder dar cumplimiento a su responsabilidad constitucional de garantizar «la realización efectiva del principio de solidaridad» y la «igualdad de todos los españoles» en derechos y obligaciones.
Ese asunto estuvo en el centro de los debates sobre la financiación en el nuevo Estatuto de Cataluña. Se argumentó que España ya era uno de los países más descentralizados del mundo. A fines de 2005, el ex director de la Oficina Presupuestaria José Barea ofrecía el dato de que, excluidas las pensiones contributivas y los intereses de la deuda, el gasto gestionado por las comunidades autónomas suponía ya el 49,1% del total (y un 19% el de los municipios, lo que dejaba para la Administración central el 31,9%).
En el mismo sentido fueron las referencias a la Unidad Militar de Emergencias, incluyendo el comentario de que el Gobierno no admitiría querellas competenciales en medio de una intervención. Pero hubo sobre todo mensajes dirigidos a facilitar la recomposición de consensos básicos con el primer partido de la oposición, en contraste con el discurso, y sobre todo la práctica, de la estrategia de compromiso histórico entre la izquierda y los nacionalistas que marcó la legislatura. Las razones de la ciaboga son en parte ideológicas y en parte pragmáticas. La asociación con ERC, que vino predeterminada por la política de alianzas de Maragall en Cataluña, fue entre incoherente y antipática para muchísimos electores socialistas: petición a ETA de que no actuase en Cataluña, ofensa a los madrileños a cuenta de la candidatura olímpica, voto contra la Constitución Europea, etcétera. Las encuestas del CIS reflejan que el momento de más brusca caída de las expectativas electorales del PSOE (más que tras el atentado de la T-4) se produjo a raíz de la aprobación por el Parlamento catalán de una reforma del Estatuto no sólo inconstitucional sino muy alejada de los criterios aprobados por el PSOE en Santillana.
Los resultados del 9-M contienen algún aviso para Zapatero. Si el PSOE ha vencido gracias a los votos que le saca al PP en Cataluña y en Euskadi significa que sin ese factor, cuya repetición no está garantizada, perdería. Es lógico que los encargados de leer la letra pequeña le hayan hecho ver a Zapatero que no puede jugárselo todo a esa única baza.
Además, los dos socios posibles, PNV y CiU, plantearon durante la campaña contrapartidas que la mayoría de la población española difícilmente aprobaría. Irse con Urkullu implica cargar con Ibarretxe (y su consulta sobre no se sabe qué), lo que costaría votos en Euskadi y no digamos en el resto. Y aunque una alianza con CiU tendría muchas ventajas, aceptar las condiciones planteadas por Duran Lleida podría, por una parte, comprometer la más difícil alianza de Zapatero: la del PSOE con el PSC; y agravar, por otra, la dinámica de agravios comparativos, ahora que la crisis económica y el fin del colchón de los fondos europeos alimentará las suspicacias. Incluso la bobada de la publicación de las balanzas fiscales -otro raca-raca sin apenas contenido real- podría ser motivo de descontento por debajo del Ebro.
Luego sí ha habido giro y sí tenía buenas razones Zapatero para darlo ahora.
Patxo Unzueta, EL PAÍS, 11/4/2008