ABC-IGNACIO CAMACHO
Sánchez negoció el permiso para el Consejo de Ministros como quien pide un salvoconducto temporal de asilo
PARA despejar los trescientos metros de su breve caminata triunfal entre asesores, turiferarios y colocadores –literalmente– de floreros, Pedro Sánchez rindió ante Quim Torra la dignidad del Gobierno. Otorgó aire de cumbre diplomática a una reunión con la Generalitat como si estuviera de visita en Portugal o Marruecos, volvió a permitir a Torra un lazo amarillo que simboliza el rechazo a la legitimidad del Tribunal Supremo y, a petición de los separatistas, retiró la mención a la Constitución del documento que recogía la expresa bilateralidad del encuentro. Una humillación –suya y de España– a cambio de un paseo con el trayecto blindado por mil policías en medio de una Barcelona semicolapsada por comandos de gamberros. Y a cambio también del voto que le permitía reabrir –sin garantías de éxito– la negociación de los presupuestos. Una claudicación institucional en toda regla para resistir en el poder un poco más de tiempo. Como era de esperar, ni siquiera se la agradecieron: en la misma tarde de ayer Elsa Artadi culpó al Gabinete de las molestias que sufrieron los ciudadanos atrapados en el bloqueo organizado por sus brigadas de agitadores callejeros. El cinismo como pago del sometimiento.
El presidente quiso llevar el Consejo de Ministros a Barcelona como quien monta una tómbola de regalos. Otra ocurrencia más de ese aparato de propaganda que alumbra hallazgos sin tomarse la molestia de pensar cómo implementarlos. Pero el nacionalismo, que en asuntos de simbología está muy bregado, rechazó el agasajo y le cobró la estancia al precio más alto, incluyendo en la factura un acto explícito de capitulación del Estado. Sánchez la ha tenido que pagar para eludir un nuevo fracaso. Ha concedido a los independentistas un estatus de igualdad de trato que mal puede disfrazar con el mantra del diálogo, y se ha conformado con la contrapartida menesterosa de un efímero rescate parlamentario. Por mucho que aplaudan sus agradadores mediáticos, los españoles han visto a su Gobierno sometido al bochorno de un alquiler político a plazos, pidiendo a un grupo de iluminados el plácet para reunirse, rodeado de un ambiente hostil, en un local prestado. No ha sido una traición, como dice algo hiperbólicamente Pablo Casado, pero sí un oprobio, una vejación, un escarnio.
Ese airoso recorrido a cuerpo limpio del hotel a la Lonja de Mar era otro simulacro, otro trampantojo escenográfico, otro artificio. La realidad consistía en una ciudad en estado de sitio donde el separatismo había abierto, previa negociación de consentimiento, un espacio de seguridad sucinto, como quien concede un salvoconducto temporal de asilo. Antes y después, Torra y los suyos dejaron claro quiénes son allí los señores de horca y cuchillo, los caciques feudales a cuyos dominios nadie, ni siquiera el legítimo poder Ejecutivo, puede acercarse sin rendir pleitesía ni pedir permiso.