TEODORO LEÓN GROSS – EL MUNDO – 12/11/16
· ¿Pero qué hemos hecho?… se preguntaban muchos en Reino Unido un día después del Brexit, votantes compungidos por el resultado tras dejarse llevar un día antes por la secreta pulsión de darse el gusto de patear al establishment en la urna. Seguramente pensaban que la mayoría compensaría su capricho. También se ha oído lamentarse en EEUU a quienes declinaron votar para elevarse au-desuss-de-la-melée, como Susan Sarandon con su vagina moral, persuadidos del triunfo demócrata de modo que ellos podían permitirse el lujo de hacerse un Pilatos lavándose las manos con la indiferencia de las bellas almas. Al cabo Trump no ha sumado más votos que sus predecesores Romney o McCain, sino Hillary menos.
Hay un narcisismo electoral: el votante que decide evadirse de las consecuencias de su papeleta y disfrutar del instinto, entre el postureo social y el infantilismo íntimo. Desconectar el voto de la realidad como si sólo se tratara de un ticket para una atracción en el Parque Temático de la Democracia. Y algo de eso está sucediendo. Un tipo como Farage dice «démosles una patada en el culo con nuestro voto» y algunos creen que la cosa va de darse el gustazo de patear ese día el culo del establishment, sin más, mientras los viejos fantasmas del nacionalismo y el populismo recorren Europa. Tiene cierta coherencia desastrosa que en la democracia sentimental el voto adquiera ese carácter emotivo.
No se trata de los millones de votantes que han votado decididamente el delirante relato de Trump. Algunos llaman a esto «la grandeza de la democracia». Qué cosas. Sencillamente la democracia sigue siendo el peor sistema posible excluyendo todos los demás, según la ácida ironía churchilliana. Que muchos votantes compren mentiras, nacionalismo o xenofobia es un mal síntoma en una democracia; de ahí a su grandeza hay años luz.
Quienes se ponen estupendos ante estas críticas, como si fuesen reproches a los ciudadanos por no obedecer lo que las élites les dictan, parecen olvidar que también hay que defender la democracia de las patologías de la democracia. Pero este texto no va de la legitimación de un programa de locos, sino de votar desentendiéndose de las consecuencias del voto.
Estos días publicaban en Letras Libres un estupendo ensayo de Tony Judt: Albert Camus, el moralista reticente. Judt, a propósito de su huida del partidismo, escribe: «El problema parece provocarlo que Camus presente las elecciones y sus consecuencias políticas en una clave decididamente moral e individual: algo que era exactamente lo contrario a la práctica de la época, donde todos los dilemas personales y éticos se reducían típicamente a opciones políticas o ideológicas». A menudo el partido ha servido de coartada –para justificar los crímenes del comunismo entonces o para disculpar ilegalidades en el presente– evadiéndose de la responsabilidad individual. Ahora, sin ese parapeto en la sociedad líquida del pensiero debole, el votante inmoral se exime de responsabilidad asumiendo su voto como algo inútil.
La trivialización del voto conduce al Parque Temático de la Democracia. Es otro estrago infantiloide de aquella «tentación de la inocencia» de Bruckner: no asumir consecuencias o la responsabilidad. Claro que es una caricatura esa imagen de votar como quien echa una papeleta para concursar en la tómbola de un centro comercial, pero en definitiva está sucediendo el voto reducido a emoción. Y esa inquietante juguetización anticipa, por añadidura, la aparición también inquietante del antídoto: el discurso de «las urnas las carga el diablo».
TEODORO LEÓN GROSS – EL MUNDO – 12/11/16