El voto ausente

ABC 26/05/14
IGNACIO CAMACHO

· La baja participación no provoca remordimientos de legitimidad incompleta. Los destinatarios del castigo lo desprecian

No les hagáis caso: a los políticos, en especial a los de los partidos mayoritarios, no les preocupa la abstención. No en abstracto, no como fenómeno de desarraigo democrático; lo que les inquieta es que no vayan a votar los suyos. Nada les gustaría más, en el fondo, que una inhibición masiva de los votantes de los adversarios. Gracias a eso, por ejemplo, ganó Rajoy. Sucede que antes de las elecciones nadie sabe en qué bando habrá más abstencionistas por más que en tiempo de campañas traten de barruntarlo en sus sesudos informes los gurús demoscópicos. Pura especulación conjetural teórica, intuiciones aventuradas sobre la motivación de los ciudadanos basadas en el mayor o menor desgaste de cada contendiente y en lae structura histórica del comportamiento del voto. No existen certezas en la ciencia de opinión pública, ni siquiera a partir de las intenciones declaradas que, como se comprobó en las autonómicas andaluzas de 2012, ocultan tendencias que circulan bajo radar, indetectables para las encuestas. La realidad es la que es: el sufragio que no se emite no cuenta en el reparto de resultados.

Lo que los partidos quieren es ganar en el recuento de votos válidos. La preocupación por la afluencia electoral es retórica y en todo caso contingente: la baja participación no provoca ningún remordimiento de legitimidad incompleta. En España están vigentes estatutos de autonomía –varios, no sólo el catalán– respaldados por bastante menos de la mitad del censo. Al día siguiente de cada votación, incluso en la misma noche, el foco de atención queda centrado en ganadores y perdedores, en los beneficiarios de la lotería del poder. El voto ausente apenas si ocupa un renglón marginal, secundario, en los análisis, una mota de contrariedad en los puristas del rigor democrático. A menudo ni siquiera se presta interés a las cifras brutas de facturación de cada candidatura, y menos aún al exiguo voto en blanco o nulo deliberado: el único marcador que importa es el de la atribución de los escaños.

Por supuesto que la abstención voluntaria es un derecho, esencial además, aunque en algunos países esté prohibida: naciones socialmente poco articuladas cuyas constituciones trataron de evitar democracias restringidas para minorías pudientes o hegemónicas. No es el caso de España, aunque en situaciones como la actual resulta un sugestivo testimonio individual de desapego a una actividad pública degradada y de rechazo a una oferta mediocre. Incluso de desahogo ante la desconsideración que los agentes políticos practican respecto a nuestros intereses. Pero como protesta o como castigo resulta estéril por la sencilla razón de que sus supuestos destinatarios la desprecian. Con un voto más que el rival se dan por satisfechos porque éste es un juego en el que – thewinnertakesit all– el ganador se lleva el mismo premio al margen de cuántos apuesten.