Se ha roto la imagen tradicional del voto fiel a un partido por afinidades ideológicas. El votante deja la resignación para convertirse en exigente, valorando la gestión realizada por el que está en el poder o las expectativas del que aspira a conseguirlo. Y puede apoyar opciones diferentes según el tipo de elecciones.
Uno de los aspectos más interesantes de las elecciones catalanas ha sido la aparición de un fenómeno significativo de transferencia de voto entre diferentes espacios políticos. Antiguos votantes socialistas han cruzado la raya del campo nacionalista/no nacionalista para apoyar ahora a CiU o la que separa el terreno entre la derecha y la izquierda para respaldar al PP. Otros, dentro del espacio nacionalista, han desdibujado el esquema de la moderación/radicalidad para abandonar a Esquerra Republicana y dirigirse hacia la candidatura de Artur Mas.
La imagen tradicional del voto fiel a un partido por afinidades ideológicas ha quedado rota. Cada formación política sigue contando con un suelo electoral, pase lo que pase y actúe como actúe, pero hay ya una parte muy importante del electorado de fidelidades cambiantes que ha dejado obsoleta la idea de que las derrotas se producen antes por la inhibición de los seguidores propios que por su cambio de voto.
El cambio de voto ha sido en el pasado un fenómeno de alcance limitado, incluso en situaciones dramáticas como las que rodearon a las elecciones del 2004 después de los atentados del 11-M. Un estudio realizado para el Real Instituto Elcano por el profesor Narciso Michavila llegaba a la conclusión de que 700.000 ciudadanos cambiaron su voto tras los atentados para apoyar al PSOE y otros 117.000 lo hicieron en sentido contrario para apoyar al PP. En total apenas un 2,3% del censo electoral.
El voto infiel, aquel que es capaz de pasar de un partido a otro con naturalidad, deja atrás la adhesión inquebrantable a unos postulados ideológicos y en su lugar valora la gestión realizada por el que está en el poder o las expectativas del que aspira a conseguirlo. Fomenta la centralidad de la política y la moderación porque obliga a los líderes de los partidos a limar los aspectos más radicales de su discurso ideológico para conseguir un apoyo que está fuera del círculo de los convencidos y que se presta con carácter provisional.
El votante deja de ser un sufridor resignado para convertirse en un ciudadano exigente que pide cuentas por la gestión realizada y que premia o castiga según el balance que se presente. Es también característico de este voto cambiante la capacidad para apoyar opciones diferentes según el tipo de elecciones: puede votar a un partido en las autonómicas y a otro muy distinto en las generales.
Eso hace que el PSC o el PP de Catalunya tengan resultados muy distintos cuando lo que se vota es la presidencia de la Generalitat o la del Gobierno de España y no funcionan los esfuerzos por trasladar el apoyo de unos comicios a otros.
Florencio Domínguez, LA VANGUARDIA, 1/12/2010