Ignacio Camacho-ABC
- En Cataluña siempre ganan los nacionalistas porque cuando vence otro partido también acaba aplicando sus políticas
Con una paráfrasis de la célebre definición del fútbol que acuñó Gary Lineker -«un deporte que juegan once contra once y en el que siempre ganan los alemanes»- se podría decir que las elecciones en Cataluña son una votación en la que participan ocho o diez partidos y siempre triunfan los nacionalistas. Sólo que éstos no necesitan siquiera sacar más votos, que serían el equivalente electoral a los goles, porque el sistema de reparto de escaños les beneficia y porque en última instancia cuando algún contrincante los supera acaba aplicando también sus políticas. O, como ocurrió con Ciudadanos en 2017, abdica de su victoria legítima y se queda en la oposición rumiando la oportunidad perdida. De una u otra manera, el soberanismo sabe que todos sus adversarios terminan por plegarse a su hegemonía.
Esta claudicación melancólica preside una vez más los comicios de hoy, cuya principal incertidumbre es la de si el bloque separatista podrá gobernar solo o lo hará en compañía de otros. Lo de bloque es una forma de hablar, pues sus componentes viven en perenne tensión y se profesan una hostilidad rayana en el mutuo odio, pero aunque parezcan eternamente a punto de divorcio suelen encontrar un hilo de precaria cohesión en el afán de dar continuidad a su delirio mitológico. Si pueden, se volverán a unir a partir de mañana, compensando la inestabilidad de su alianza con la voluntad común, más retórica que real, de emanciparse de España. Y si no suman la mayoría necesaria será alguna de sus ramas, la de ERC, la que busque el modo de convencer a los socialistas para que sean ellos los que asuman su programa. Ésa es la fórmula que sueña Sánchez y seduce a una parte de la burguesía catalana. La última pero muy remota posibilidad consiste en que el resultado permita a Illa formar gobierno con los Comunes y la anuencia pragmática de un Cs desarbolado por la fuga de Arrimadas y obsesionado por hallar en la teoría del mal menor un resquicio de relevancia. Sería la única alternativa en la que el nacionalismo no metiese baza, pero con Iglesias por medio tampoco constituye un soplo de esperanza.
Así las cosas, el constitucionalista catalán tiene hoy pocos motivos de aliento. Su mejor perspectiva es un candidato cuyo más reconocido mérito es el de mentir con lenguaje educado y semblante circunspecto. Cs es una balsa a la deriva; la lealtad del PSC a la Carta Magna depende de los socios y del momento; el PP es el aspirante más cualificado al último puesto y Vox se ha abierto hueco encarnando el desahogo del cabreo. Para colmo, el disparate de una convocatoria en plena pandemia convierte el voto en un ejercicio de riesgo. Y sin embargo… la abstención supone renunciar a la sorpresa y dejar el campo abierto a los ‘lazis’, a su victimismo perpetuo, a su desdeñosa xenofobia, a sus comandos callejeros. Si han de ganar, que al menos no sea por desistimiento.