Olatz Barriuso-El Correo

  • Sánchez insiste en agotar la legislatura con las dos bazas que le quedan: unos socios a los que quiere contentar con migajas y el miedo a la ultraderecha

Pedro Sánchez es el hombre del año para la revista italiana ‘L’Espresso’ e inmediatamente sus ministros se deshacen en lisonjas hacia el líder, faro de la socialdemocracia europea, mientras las redes se llenan de memes con el nombre de la publicación, cambiando la primera ‘s’ por una ‘x’ y subrayando el chiste con una foto de Santos Cerdán. Esa, entre muchas otras, podría ser una foto ilustrativa del momento que está viviendo España: dos realidades paralelas que nunca se cruzan, dos galaxias lejanas en las que habitan amigos y enemigos, rojos y azules, los españoles a los que les renta este Gobierno (el mensaje, con jerga juvenil, tiene los mismos destinatarios que el TikTok del presidente) y los que se carcajean cuando Ana Rosa dice en el anuncio de las Navidades que le gusta la fruta.

Efectivamente, la polarización es el tema del momento hasta para vender embutido, pero, como dirían en otro anuncio, poca broma. Según el observatorio de la organización More in Common un 14% de los españoles (cinco millones, que se dice pronto) se han dejado de hablar con algún familiar o amigo en el último año por razones políticas. Y en el ranking de dirigentes que más polarizan Sánchez se lleva la medalla de plata sólo por detrás de Santiago Abascal. La misma desconexión desconcertante entre planos de la realidad sucede cuando al presidente le preguntan por la posibilidad de someterse a una cuestión de confianza y él contesta que felices fiestas a todos.

La gobernabilidad de España se ha convertido en un gag de Gila pero sin la gracia de Gila. Uno en el que, con la que está cayendo, Sánchez vuelve una y otra vez al yate de Marcial Dorado y Feijóo, como en una eterna moviola, haciendo como que no ve que la cubierta de su barco está agujereada y hace aguas mientras él y sus ministros, obligados como Pilar Alegría o María Jesús Montero a batirse el cobre para perder, siguen tocando el violín pero sin la épica heroica de la orquesta del Titanic.

Hubo poca épica, de hecho, en la comparencia de fin de año de Sánchez, desfigurada esta vez por el reguero de escándalos que pudren la legislatura. Que Urkullu, con la autoridad moral de los exmandatarios, calificara de «insostenible» la situación en España delante de absolutamente el ‘todo PNV’ resultó sintomático. Los jeltzales no se deciden a hacerse un Junts –es decir, a escenificar una ruptura formal con Sánchez– porque creen que a estas alturas es contraproducente tirar por la borda una alianza tóxica. Un gesto que, en primer lugar, enrarecería su acuerdo vasco con el PSE y, además, les privaría de obtener algún rédito en forma de transferencias que justifique el calvario que es, hoy por hoy, seguir sosteniendo lo insostenible.

Porque Sánchez, lo dejó claro ayer, está dispuesto a seguir braceando con furia aunque sea para morir en la orilla: lo mismo se saca de la manga un silloncito en la Unesco, que una foto con Junqueras o un abono transporte. Insiste en agotar la legislatura con las dos bazas que le quedan: unos socios a los que cree que puede seguir contentando con migajas (hay quien se malicia que Otegi se plantó en Waterloo la semana pasada para convencer a Puigdemont de que vuelva al redil) y un miedo difuso pero transversal al ascenso de la extrema derecha global, que acaba de sumar otra victoria en Chile. Pero el ciclo electoral que se abre este domingo en Extremadura le enfrentará de manera cruda a la realidad mientras en el PSOE cunde el desconcierto. El mantra de que siempre que llueve escampa se entona cada vez con menos convicción y pronto el ‘sálvese quien pueda’ quebrará de verdad el casco de la nave sanchista. Pero, hasta que llegue ese momento, toca aguantar.