Gabriel Albiac-ABC
- La imposición terrorista -la que sufrió Ortega Lara en un grado extremo- no es violencia. Es crueldad
En su erudita obra sobre ‘La conciencia revolucionaria’, Georges Gusdorf, deja caer esta devastadora reflexión sobre lo humano: «El Terror está presente en la humanidad en estado endémico; la violencia inherente al ser humano está permanentemente lista para desencadenarse cuando la menor ocasión se le ofrezca».
Hoy, Felipe VI entrará en un lugar sagrado: uno de esos lugares en los cuales lo humano se condensa; en lo horrible y en lo grandioso. Y sabe Blaise Pascal que lo sagrado es esa simultaneidad de ángel y bestia en el hombre, la vulnerabilidad del junco que cualquier viento arranca, pero que, a diferencia de cualquier otro ser de la naturaleza, se sabe vulnerable.
El angosto agujero, dentro del cual sobreviviera Ortega Lara, es uno de esos lugares en los que mora un absoluto: de mal y de bien, de crueldad y resistencia, de vileza y de heroísmo. Y en él está la superioridad moral de mantenerse en pie frente a quien de la dignidad nos despoja.
Tejemos una pantalla de engaño ante nuestros ojos al hacer ‘terrorismo’ sinónimo de ‘violencia’. La violencia ha sido, en primer lugar, una categoría de la física galileica: en rigor, define la fuerza que se aplica a una resistencia. Su desplazamiento metafórico al ámbito de la moral o de la política pone en juego todas las ambigüedades que las metáforas destilan en análisis que debieran ser rigurosos. Violenta es la respuesta del soldado que responde al ataque del enemigo en el campo de batalla: de no serlo, estaría muerto. Y eso no es más moralmente valorable que la deformación que un sólido pueda sufrir al impactar con otro.
La imposición terrorista -la que sufrió Ortega Lara en un grado extremo- no es violencia. Es crueldad. En sentido propio: «El deseo que excita a alguien a hacer daño» a otro, define Spinoza. En esa excitación del deseo no hay objeto ni búsqueda pragmática: sólo el placer autista de quien, al ejercer la sevicia, se erige en pequeño dios simbólico de aquel a quien la inflige.
En la violencia hay épica. O puede haberla. La lucha cuerpo a cuerpo contagia, eso sí, la enfermedad moral del enemigo: es el más alto coste que ha de pagar -y al que debe plantar cara- un resistente. En la crueldad no hay más que casquería: reducción de lo humano a amasijo de carne, huesos, nervios, soledad, pánico… Nada de humano.
Sirvan de guía al Rey que entra hoy en ese horrible lugar las palabras de Albert Camus. En 1944, primero: exigiendo el castigo de los torturadores. En 1957 después, en la recepción del Nobel: «Heredera de una historia corrupta (…) nuestra generación ha tenido que restaurar, en sí misma y a su alrededor, mediante sus solas negaciones, un poco de aquello de lo cual está hecha la dignidad de vivir y de morir (…) Y alzar su doble apuesta de verdad y libertad».
Esa es la meditación ética que el zulo de Ortega Lara impone. A todos.