Ignacio Camacho-ABC
- Luis Ortiz y Gunilla fueron el logotipo viviente de un tiempo extinguido. El del optimismo vital de fin de siglo
Mucho antes de que llegara Jesús Gil con su tribu de ladrones horteras, un cuarteto de jóvenes amigos de clase media-alta incendió de fiesta las noches de la Marbella de los años setenta. Se hacían llamar ‘los Choris’, y eran Luis Ortiz, Jorge Morán, Antonio Arribas y Yeyo Llagostera; tipos de una bohemia pija y ‘chic’ que consideraban el trabajo una detestable convención burguesa pero sabían apurar la vida como una juerga eterna. Se lo bebieron todo, se lo metieron todo, se lo ligaron todo –Linda Christian, su hija Taryn, Lolita, Carmina Ordóñez, Sandra Gamazo y un largo etcétera– y se fundieron varias veces las respectivas herencias paternas. Ortiz, hijo de un censor franquista apodado ‘el Tijeras’, se casó con Gunilla von Bismark en un castillo alemán y en presencia de los Reyes de Suecia, y desde entonces la pareja se convirtió en el logotipo viviente de aquella época. Se separaban y se volvían a juntar y a separarse de nuevo en una relación abierta, amigable, indestructible y tierna que se rompió este lunes sin posible vuelta cuando él se bajó para siempre de la silla de ruedas donde apuraba sin perder la sonrisa los últimos tragos de la existencia.
Aquella gente no era desde luego un ejemplo de esfuerzo ni de mérito; durante mucho tiempo menudearon en las páginas del ‘couché’ tiñéndolas de un tono calavera y gamberro. Marbella era entonces el sueño del príncipe Alfonso, un edén de buganvillas donde Sean Connery jugaba al golf, Soraya enjugaba la melancolía del destierro, Cristina Onassis bailaba con una ristra de zafiros al cuello, Jaime de Mora tocaba el piano de metacrilato transparente de Kashogui y don Juan de Borbón apuraba madrugadas en el garito de Menchu. Todos han muerto, como murió aquel espíritu cosmopolita de la ‘jet-set’ a manos del gilismo primero y después de los clanes mafiosos que han hecho de la Costa del Sol un enclave estratégico de sus narcoimperios.
Sobrevive Gunilla, último vestigio simbólico de aquel brillante jolgorio nacido del aliento optimista de fin de siglo, extinguido con las cenizas de las fortunas especulativas del felipismo y sepultado en la actual saturación del consumo turístico. Le faltó a ese microcosmos de glamuroso desparrame un molde literario o memorial, un relato global que trascendiera las crónicas del periodismo para dibujar un cuadro epocal, proustiano, con todo aquel material narrativo. Habrá que jurar que donde hoy pululan millonarios rusos, bandas balcánicas y nuevos ricos latinos vestidos como aparcacoches con pantalones caídos hubo una vez un paraíso capaz de atraer a los amos del universo con su hechizo. En medio de ese espectáculo de clase internacional quizá Luis Ortiz y sus colegas sólo fueran comparsas, testigos mitad golfos y mitad pícaros. Pero disfrutaron lo que no está escrito. Y la luna de plata del Mediterráneo dará fe de que lo que vivieron estuvo bien vivido.