A lo que estamos asistiendo es a una puesta en cuestión de los partidos centrales sobre los que se ha desarrollado el casi medio siglo de nuestro régimen democrático que arrancó en la Transición
Se ha de recordar, en estos atribulados días, que en España el Partido Popular cuenta con cerca de 3.000 alcaldes y más de 20.000 concejales, y aproximadamente lo mismo sucede con el PSOE.
La inmensa mayoría de todos ellos se encuentra por encima de las disputas políticas insufribles que se viven en otras instancias de la vida política española. Se trata de cargos públicos muchas veces desinteresados, que no perciben ni dietas por su actuación, que ostentan tal representación muchas veces no sólo por el lujo que supone representar sus siglas partidistas, sino, por encima de todo, por su capacidad de estar en contacto permanente con sus vecinos. A pie de obra.
Esos cargos públicos municipales hacen parte también de lo que se denomina clase política. Son cargos públicos imprescindibles, pues de ellos depende el buen funcionamiento de nuestros municipios y, por tanto, de nuestros servicios más inmediatos. Personas que hacen su trabajo calladamente y en silencio las más de las veces, de manera tantas veces anónima. Son cargos públicos que deben ser defendidos pues, sin ellos, simplemente la democracia fracasaría.
Y son también cargos públicos que invitan a preguntarse cómo es posible que haya tal diferencia en cuanto a su comportamiento con lo que estamos viendo estos días en la política española.
Y ahora llegamos al punto de la política espectáculo con que el Partido Popular nos viene regalando durante todos estos días. En que asistimos a la autodestrucción del presidente de ese partido, Pablo Casado, cierto que buscada de forma torpe por él mismo, en su alocada guerra de dosieres y extorsiones con Isabel Díaz Ayuso. Para otro momento quedará analizar las causas profundas de tal autodestrucción, si obedecían en el fondo a un fracaso previo de liderazgo de Pablo Casado que se hizo evidente tras las elecciones de Castilla y León. Hoy basta con constatar que hemos asistido a una suprema implosión de la dirección del Partido Popular como hace tiempo que no recordábamos. No faltó de nada, incluso los militantes que salieron a la calle a rodear la sede de su propio partido. Otra cosa será el precedente que se crea cuando resulta que se busca la misma calle para tumbar una dirección política; y no, no parece que ese tipo de maniobras tengan nada de positivo. Cuando se recurre a la revuelta callejera, algo muy profundo deja de funcionar en democracia.
La escala municipal, las decenas de miles de alcaldes y concejales de los principales partidos de este país, no han protagonizado una sola salida de tono reseñable
La pregunta a los ojos de millones de ciudadanos insólitos es una ante todo: ¿cómo se puede confiar en semejante organización para supuestamente, ejercer la oposición frente a la acción del gobierno? Y a continuación, ¿cómo podemos confiar en semejante partido a la hora de defender los intereses de los españoles acuciados por mil y un problemas de toda índole?
Y claro, las preguntas en esa dirección no tienen respuesta. Es imposible que la tenga. Y al tiempo no deja de sorprender que en la escala municipal, las decenas de miles de alcaldes y concejales de los principales partidos de este país, no han protagonizado una sola salida de tono reseñable. No, se han seguido comportando todos ellos como desde el primer día de la presente legislatura.
Y más todavía, se han seguido comportando como sus antecesores, y los antecesores de los antecesores, lo venían haciendo desde hace más de cuarenta años, desde las primeras elecciones municipales democráticas, que tuvieron lugar en 1979.
Esto nos lleva a la conclusión de que hay una clase política activa, que trabaja, que rinde, que se ocupa de los problemas inmediatos de los ciudadanos, en contraste con una élite política bien alejada de los problemas de los ciudadanos, y bien cerca de un común muy español a lo largo de los doscientos últimos años de nuestra historia, con muy honrosas excepciones: una clase política, una élite, que no está a la altura de las circunstancias, que destina lo mejor (?) de sus capacidades a la destrucción del adversario, al cainismo puro y duro. No se trata aquí de que esta vez el protagonismo se lo lleva, por méritos indiscutibles, el Partido Popular, abierto en canal en cuestión de días.
A lo que estamos asistiendo es a una puesta en cuestión de los partidos centrales sobre los que se ha desarrollado el casi medio siglo de nuestro régimen democrático que arrancó en la Transición. Partidos centrales que alimentan mutuamente los extremismos de las fuerzas populistas a derecha o a izquierda. Partidos centrales que gobiernan aliados con fuerzas inquietantes, cuyo objetivo declarado es la destrucción de nuestro Estado. Y así las cosas, es fácil comprender que nos encaminamos a una situación inquietante, donde se pierde el nervio, donde aflora el desencanto cívico, donde el ciudadano se siente desenganchado de esa élite política tan alejada de un modelo elemental de comportamiento exigible a todos en democracia.
Y mientras todo esto va sucediendo día a día, al menos recordemos que unas decenas de miles de personas, muchas del Partido Popular, muchas otras del Partido Socialista Obrero Español, sí se ocupan cada día de todos nosotros, cualquiera que sea el tamaño del municipio en que cualquiera resida. Cuántas veces el cambio de ciclo político se vio precedido por el cambio de ciclo municipal en nuestros ayuntamientos. Lo saben bien los dos partidos centrales, PSOE y PP, ambos conscientes de que es en la escuela municipal donde reside muchas veces el mejor vivero humano de ambas organizaciones, donde se incuba el futuro que ambos anhelan, donde mejor se trata los problemas cotidianos de los ciudadanos. Y esas personas sí deben merecer todo nuestro respeto.