Pedro J. Ramírez-El Español

Durante estas dos semanas en las que España ha ardido por tres de sus cuatro costados entre la impotencia, la descoordinación y los reproches mutuos de las autoridades, se ha producido otro incendio metafórico que a medio plazo puede tener consecuencias aún más graves que la deforestación.

Porque en este mes de agosto España ha descendido a la Segunda División de la política internacional y apenas nos hemos dado cuenta.

El humo y las llamas lo han llenado todo y es lógico que ahora se desencadene un gran debate nacional.

Sánchez pretende tirar por elevación, convirtiéndolo en un debate ideológico sobre la lucha contra el cambio climático. Por el contrario, la oportunidad del PP es aterrizarlo en la insuficiencia de medios y en las trabas del ecologismo radical para la prevención de incendios.

Si queremos evitar que 2026 vuelva a ser como 2025 es preciso empezar a actuar ya. Pero esa urgencia no puede servir para soslayar el otro gran destrozo que en un ámbito muy distinto acaban de sufrir nuestros intereses nacionales.

Porque las llamas se terminarán de extinguir y cuando el humo se disipe quedará otra tierra calcinada además de la de los montes de Orense, Cáceres o Zamora. La de nuestro peso y proyección exterior.

Desde el inicio de la democracia, España ha sido el cuarto país más importante de la Europa continental. Y del conjunto de la UE, tras el bréxit.

Eso nos había consolidado como una potencia media en la Primera División de la comunidad internacional. Sin conseguir entrar en el G-7 como pretendía Aznar -de ahí el error de las Azores-, pero sin faltar tampoco a ninguna gran cita en la que estuviera en juego el destino colectivo.

Incluso cuando Zapatero creó la anterior gran crisis con Estados Unidos, al incitar desde Túnez a que los demás países siguieran su camino y retiraran las tropas de Irak, España logró mantener la categoría.

La partida de la salida a la crisis financiera se jugaba entonces en el G-20, pues eran las economías emergentes las que se habían añadido al G-7, cuando en 2008 se creó la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno.

Tal y como detallo en el segundo tomo de mis memorias que se publicará el mes próximo, Zapatero movió entonces Roma con Santiago para no quedar excluido. La coincidencia con el traspaso de poder entre Bush y Obama le abrió una ventana de oportunidad y él la aprovechó, mediante un truco de magia, de la mano de Sarkozy.

El truco consistió en desdoblar la silla que le correspondía al mandatario francés, a la sazón también presidente temporal de la UE. Sarkozy alegó que “sería muy difícil de entender” la ausencia de España, Bush dejó hacer y Zapatero se las arregló para que el puesto de observador se convirtiera en permanente.

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España ya había pasado en 1991 su gran reválida como actor global al organizar la Conferencia de Paz sobre Oriente Medio, con Bush padre y Gorbachov presentes en Madrid. Después siguieron las cumbres del Mediterráneo, las de los líderes de la UE o la propia asamblea de la OTAN hace tres años.

Desde que está en vigor nuestra Constitución, todos los presidentes norteamericanos menos Trump han visitado España y todos los inquilinos de la Moncloa, menos el efímero Calvo Sotelo, han sido recibidos en la Casa Blanca.

De ahí la gravedad de la fulminante degradación que se ha producido con la exclusión de Sánchez de la interlocución europea con Zelensky y Trump sobre el futuro de Ucrania.

Máxime cuando, desde su llegada al poder, Sánchez ha venido haciendo de la política exterior una de sus incansables prioridades. Lo que le permitió -es de justicia echarle ese nardo- cosechar en 2020 su mayor éxito como gobernante, al obtener de la UE los fondos Next Generation como respuesta solidaria al Covid-19.

Pero en cinco años han pasado muchas cosas. En España, en la UE y en el escenario global. Y en contra de sus reiteradas proclamas, Sánchez no ha dejado de remar en la dirección equivocada.

Kissinger bromeaba que no sabía cuál era el teléfono de “Mr. Europa”. Ahora resulta que Europa tiene nueve rostros y ninguno de ellos es el de Sánchez.

Están en primer lugar los líderes de los cinco países representados en la cumbre de la Casa Blanca: el alemán Merz, el francés Macron, el británico Starmer, la italiana Meloni y el finlandés Stubbs. Con ellos acudieron Von der Leyen como presidenta de la Comisión y Rutte como Secretario General de la
OTAN.

Y quedan por añadir el portugués Antonio Costa como presidente del Consejo Europeo y el primer ministro polaco Donald Tusk, participantes en las reuniones preparatorias y firmantes de los documentos clave de apoyo europeo a Ucrania.

En apenas una semana los tres principales gobiernos europeos prescindían de España para afrontar una gran crisis que afecta al continente.

No es difícil imaginarse al narcisista Sánchez ensimismado ante el espejo en la Mareta, hasta que la intensidad de los fuegos requirió su atención: ¿Cómo es posible que Europa tenga nueve estadistas reconocidos y ninguno de ellos sea yo?

Razones objetivas no existen. España es el cuarto país de la UE en PIB, extensión y población. Por delante de Polonia y por supuesto de Finlandia.

Frente al argumento de que estos dos países tienen frontera con Rusia, cabe replicar que España defiende el flanco sur de la OTAN en el que se juega gran parte del pulso global con Putin dada su inquietante infiltración en el Sahel.

Además, si algún gobernante europeo ha cortejado a Zelenski, viajando cuatro veces a Ucrania, invitándole a la cumbre de la Comunidad Política Europea en Granada y reuniéndose con él innumerables veces en otras citas internacionales, ha sido Sánchez.

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¿Qué está pasando entonces? Las alarmas saltaron el sábado 9 cuando España no estuvo representada en la reunión sobre seguridad europea que siguió al encuentro entre el vicepresidente Vance y el ministro británico de Exteriores Lammy en su residencia de verano.

Pese a que el anfitrión había sido el canciller inglés, el Palacio de Santa Cruz desvió el foco hacia la Moncloa. Al día siguiente la declaración conjunta de los líderes promovida por Macron vino a corroborarlo. El excluido no era Albares. La excluida no era Robles. El excluido era Sánchez.

El encuentro organizado por Merz, tras lo ocurrido en Alaska, ahondó en la herida. En apenas una semana los tres principales gobiernos europeos prescindían de España para afrontar la mayor crisis que afecta al continente después de la Segunda Guerra Mundial.

Y el descarte del encuentro en la Casa Blanca, con los siete líderes arropando a Zelenski cual guardia pretoriana europeísta, fue la puntilla.

No sabemos aún cual será el desenlace de este proceso diplomático. En Alaska Putin ganó por goleada y así lo prueba la euforia con que le recibió su camarilla.

“Tenemos que felicitarnos por una cumbre perfecta, sólo Alejandro III consiguió, como ahora, ganar en todo y no ceder en nada”, proclamó el ideólogo Alexander Dugin cuya hija fue asesinada en un atentado al confundirle con él.

En Alaska las cartas quedaron sobre la mesa de la forma más inquietante posible. “Putin quiere ganar la guerra, Trump quiere terminarla y ya sabemos que esa la forma más rápida de perderla”, escribió el gran George Will.

Podía haber ocurrido que esta nueva prueba de la sumisión endémica de Trump a Putin hubiera mantenido paralizada a Europa. Nada habría impedido entonces que Putin impusiera la ley de los hechos consumados en el Donbás.

Europa ha pisado firme en el tablero internacional, con una cohesión desconocida en décadas.

Sin embargo, la determinación de los líderes europeos “acudió al rescate del Nuevo Mundo”, de manera recíproca a cómo Roosvelt lo hizo hace 85 años con el viejo continente.

En este caso se trataba, según Will, de “rescatar a Estados Unidos de la quimera de Trump de que es posible desentenderse de la violencia de un poder nuclear obediente a un hombre como Putin”.

El nivel de éxito de la embajada europea se medirá por la reacción de Trump, si dentro de diez días Putin sigue arrastrando los pies y golpeando con los puños.

A juzgar por las últimas palabras del ministro Lavrov, su jefe no aceptará tropas europeas sobre el terreno ni se reunirá con Zelensky, a menos que capitule.

Tocará pues volver al palo de las sanciones. La alta representante Kaja Kallas acaba de recordar que la UE ya tiene listo su nuevo paquete, pero lo esencial es lo que decida Trump.

Nada menos que 83 de los 100 senadores apoyan en estos momentos la ley de severas medidas contra Rusia y sus aliados. promovida por el republicano Graham y el demócrata Blumenthal. Bastaría que la Casa Blanca impulsara su aprobación para que Putin tomara un nuevo ultimátum en serio pues la guerra está desangrando su economía.

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Ocurra lo que ocurra, el caso es que Europa ha pisado firme en el tablero internacional, con una cohesión desconocida en décadas. “Aunque los líderes europeos volaron en distintos aviones, hablaron con una sola voz”, subrayó impresionado el Washington Post.

Pero España no estaba allí. Había quedado relegada a esa Segunda División, integrada por el resto de la treintena de miembros de la llamada Coalición de los Dispuestos. Esperando a ser informada junto a los socios menores de la UE y aliados remotos como Islandia o Nueva Zelanda.

¿Qué hemos hecho para merecer esto? Era obvio que la Moncloa iba a recurrir a la zorra y las uvas, señalando a Trump, subrayando su simpatía por Vox y su explosión de cólera cuando Sánchez se erigió en única voz discordante tras el pacto de la cumbre de la OTAN sobre el gasto en Defensa.

Pero ningún dirigente europeo ha alegado que fuera Trump quien vetara a Sánchez como interlocutor. Probablemente ellos mismos se dieron cuenta de que incluirle en el grupo les hubiera restado más que sumado.

Porque, aunque el que saltó en La Haya contra Sánchez fuera Trump, los realmente agraviados por su anuncio de que él podía cumplir los compromisos con la OTAN sin subir del 2,1% del gasto, fueron los restantes socios europeos. En la medida en que eso implicaba tildarles de halcones o incompetentes.

“Si él puede hacerlo es un genio”, dijo mordazmente el primer ministro belga. Los demás se mordieron la lengua, sabiendo que aquel español oportunista ya no era uno de los suyos.

Por algo subrayaba el viernes el Frankfurter Allgemeine que Sánchez ha quedado “aislado” y relegado “como mucho a un papel secundario”. Y añadía que Merz no tiene ninguna prisa en visitarle.

La apuesta de Sánchez por la tecnología china que tanto Washington como la UE han vetado como riesgo para la seguridad, ha terminado de abrir el abismo que ahora mismo separa a España de las grandes democracias occidentales.

Es como si hubiéramos vuelto a la etapa franquista en la que parcheábamos nuestra marginación en Europa con las relaciones con el mundo árabe y algunas naciones hermanas de América Latina. Añadiendo, claro, el acelerado acercamiento a la atroz dictadura china.

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Cuando el miércoles 3 de septiembre Sánchez visite Downing Street y después de las afectuosas fotos oficiales con Starmer note que le miran raro, debe entender por qué.

En inmigración, Sánchez se ha embarcado en un proceso de regularización masiva y Starmer en un proceso de expulsiones masivas.

No sólo ha resultado ser un socio del que no es posible fiarse dentro de la OTAN o en las relaciones con China, sino que impulsa políticas muy distintas a las del propio gobierno laborista. Es decir, muy distintas a las del único otro gobierno de izquierdas de un país europeo importante.

La cuestión clave es la actitud hacia la inmigración. He aquí dos maneras muy diferentes de entender el socialismo.

Sánchez estimula la llegada de mano de obra barata como palanca de crecimiento nominal del PIB, a costa del deterioro de servicios públicos y aumento de las tensiones sociales.

Starmer ha puesto fin al “fallido experimento de las fronteras abiertas” y ha optado por un endurecimiento drástico de las exigencias para que los extranjeros puedan tener empleo y residir en Reino Unido, pensando sobre todo en los intereses de la clase trabajadora.

Mientras en un país que roza los 70 millones de habitantes llegaron en 2024 de forma ilegal 36.800 inmigrantesen la España que no llega a los 50 millones lo hicieron 63.970. Pero la reacción de dos gobernantes supuestamente afines está siendo diametralmente opuesta.

Sánchez se ha embarcado en un proceso de regularización masiva y Starmer en un proceso de expulsiones masivas.

Mientras en los últimos doce meses España ha expulsado a apenas 3.000 migrantesReino Unido alardea de que, precisamente desde que los laboristas sustituyeron a los conservadores hace un año, ha obtenido un record de 24.000 deportaciones.

En la estela centrista de Tony Blair, la política fiscal de Starmer tampoco tiene nada que ver con la de Sánchez. Su prioridad es la estabilidad presupuestaria -en Reino Unido sería inconcebible gobernar sin presupuestos- y no la progresividad tributaria.

De hecho, frente a las 93 subidas de impuestos que acumula Sánchez, Starmer aún no ha hecho ninguna y ha descartado expresamente un impuesto a la riqueza como el español.

Por otra parte, Starmer jamás ha reaccionado con descalificaciones ni planes contra la prensa, pese a que recibe duras críticas tanto desde la derecha como desde la izquierda. Frente al sectarismo galopante de TVE, la BBC mantiene su proverbial neutralidad bajo la tutela del Gobierno laborista.

Y, por supuesto, last but not least, en el origen de esas miradas raras que notará Sánchez en Londres estará la impactante portada del Financial Times del miércoles.

Es lo más cerca que nuestro presidente ha logrado estar este mes de los líderes europeos que viajaron a la Casa Blanca.

Justo en las dos columnas contiguas a las que informaban de las consecuencias de la cumbre sobre Ucrania, el respetado diario salmón que sirve de órgano oficioso del mundo financiero situaba la foto de Sánchez y su mujer Begoña Gómez.

Pero el titular nada tenía que ver ni con la diplomacia ni con la economía: “La esposa del primer ministro español acusada de malversación de dinero público”.

El correspondiente artículo explicaba que esta atribución de un quinto delito a Begoña Gómez constituye “el último golpe al primer ministro socialista”, incluyendo en la serie los casos de su hermano, sus dos hombres de confianza Ábalos y Cerdán y su Fiscal General.

Sánchez debe ser consciente de que si el Times le comparó con el mafioso John Gotti, The Economist acaba de pedir su dimisión y el FT le ha colocado de esta manera en la diana, es porque en la democracia británica hay conductas que, se materialicen o no en delitos, son incompatibles con el ejercicio de la función pública.

Una de ellas es la propia hipótesis de que la esposa o esposo de quien ocupe Downing Street pueda desarrollar negocios privados, utilizando recursos oficiales y obteniendo ingresos de empresas relacionadas con el gobierno.

A eso en Londres se le llama escándalo mayúsculo. En Madrid, Sánchez lo reduce a acoso de la “ultraderecha” y los “seudomedios” a través de un juez “prevaricador”.

Por estas reacciones también nos han bajado a Segunda División. Menudo nuevo curso político nos espera.