A propósito del resultado de Milei en Argentina es menester asumir una perogrullada: la responsabilidad en democracia es, siempre, de los electores. El ciudadano, no la masa, es quien tiene que asumir que lo que acaba pasando en su país es cosa de él y de nadie más. Ese pasarle la culpa al otro tiene que finalizar si es que queremos salir del pozo en el que estamos metidos, y hago extensivo a todo occidente el razonamiento. Porque existe escasísima comprensión de lo que significa vivir en un sistema democrático. No es que uno piense como Schiller que los votos, en lugar de ser contados, deberían ser pesados, aunque es irrefutable que la mayoría de la gente, menos con el cerebro, vota con toda suerte de vísceras y menudencias. Tampoco es forzoso que las monarquías las gobiernen demócratas y las repúblicas los aristócratas como sostenía Tayllerand, aunque a él todo eso le importaba un higo porque de todo fue y a todos sirvió: sacerdote y obispo, igual desempeñó sus dotes para la diplomacia en el seno de la Iglesia Católica en el reinado de Luis XVI, que lo hizo posteriormente durante la Revolución, el Imperio Napoleónico y el retorno de la monarquía.
Los criterios torcidos, precisamente por esa sinuosidad, pueden esconder en cualquier recodo al bandolero ideológico, al asalta caminos de las conciencias cívicas
Despejando sincretismos, el individuo debería desgajarse de esa convención social que tanto gusta a demagogos, tiranos y simplistas denominada la masa. En esos predios, el humanista lo tiene todo perdido. Esa masa, ente amorfo y de bajos instintos, es lo más simple de manipular que se conoce y ahí hunde sus zarpas la dictadura de la estupidez, la ignorancia, lo banal y lo torcido. Porque el criterio, sea el que fuere, siempre ha de ser recto, como la línea que definió la arquitectura portentosa de la Hélade y que los romanos supieron copiar admirablemente. Los criterios torcidos, precisamente por esa sinuosidad, pueden esconder en cualquier recodo al bandolero ideológico, al asalta caminos de las conciencias cívicas, y esa es la perdición de quien desea pensar y opinar por cuenta propia.
El tema del libre albedrío da de sí, pero la gran paradoja es que viviendo en esta mal llamada sociedad de la información en la que cualquier persona desde cualquier rincón del planeta puede conocer lo que pasa en directo, la gente se sienta tan desinformada, se deje intoxicar de manera tan grosera y acabe influida por este o aquel grupo de poder. Un ejemplo: no hace mucho delante de un grupo de universitarios expliqué el concepto “leer entre líneas” tan usado en sistemas autoritarios. Para quien lo desconozca, se trata de leer las informaciones publicadas que, obviamente, solo dicen lo que al régimen le conviene, pero intuyendo lo que el periodista había querido decir en realidad. Véase, por vía de ejemplo, aquella magnífica revista de humor llamada La Codorniz que las dejaba caer a diestro y siniestro, que se autodenominaba como la revista más audaz para el lector más inteligente. Y así era, porque secciones como “La cárcel de papel” tenían una doble lectura extraordinariamente inteligente y divertida. Pues bien, los jóvenes no supieron entender el concepto porque lo escrito, escrito estaba, me dijeron. Cero sutileza es equivalente a cero intelecto.
Juzguemos por nosotros mismos y seamos críticos porque una vez depositado el voto en la urna, no hay marcha atrás
Nada que ver con aquel señor que para saber cómo iba la II Guerra Mundial se compraba la revista alemana Signal y la norteamericana Time, y entre las dos, se hacía su composición de lugar. Juzguemos por nosotros mismos y seamos críticos porque una vez depositado el voto en la urna, no hay marcha atrás. Los políticos no están ahí por un destino trágico y manfrediano; están porque los votan. No hace mucho, el orador, al finalizar su discurso, lo remataba con “He dicho”. En la actualidad, los que formulan sus opiniones de plexiglás y colorines tendrían que decir a fuer de sinceros “Me han dicho que diga”.