IGNACIO CAMACHO-ABC
Lo más difícil del liderazgo es intuir el momento de dejarlo. Mejor irse a tiempo que exponerse a un final amargo
SALVO que uno se llame Zinedine Zidane y sea capaz de marcharse con toda naturalidad y tres Copas de Europa seguidas bajo el brazo, lo más difícil del éxito en un trabajo es intuir el momento en el que conviene dejarlo. La política está llena de ejemplos de dirigentes que salieron con oprobio por no identificar las circunstancias apropiadas para ese paso, que requiere una mente muy clara y un ego muy templado. Sucede que alrededor de todo liderazgo se forma una burbuja de soberbia y de halago que envuelve hasta al hombre más sabio y lo confunde al punto de creerse imprescindible para la supervivencia del Estado. Por lo general, esa autoestima inflada prolonga el poder más de lo necesario y acaba empujando al sujeto a un final amargo. Siempre es mejor irse por voluntad propia que exponerse al desahucio.
Mariano Rajoy tiene muchos defectos, pero la arrogancia, en su sentido más convencional, no está entre ellos. Nunca ha parecido un tipo propenso a la insolencia ni al mesianismo ni al envaramiento, no ha hecho exhibición de otra virtud que la resistencia y ha dejado que el orgullo que lógicamente sentirá por su trayectoria le corra sólo por dentro. Al menos de fachada es más bien seco, cauto, poco expresivo, emocionalmente gélido, acaso demasiado en una época política muy dada al aspaviento. Sin embargo, su instinto para la supervivencia le ha desarrollado una suerte de narcisismo inverso, una cierta sobrevaloración que le ha llevado a considerarse, por comparación con el resto, la única alternativa posible, la última cocacola en el desierto. Y en esa conciencia de responsabilidad autocontraída ha olvidado la esencial necesidad de retirarse a tiempo.
Ya no tiene mucho sentido especular sobre cuándo se tenía que haber ido. Si en 2015, cuando el retroceso electoral debió servirle de aviso, o después de las investiduras fallidas, o en el último instante, un minuto antes de que se consumase ayer la operación de derribo. Simplemente, dispuso de oportunidades para hacerlo y, como tantos otros, las dejó pasar y no lo hizo. No supo interpretar las evidencias de un cambio de ciclo para buscarse una salida que honrase su currículum. Sin duda no merece la que ha tenido, vilipendiado con injusto desprecio a su cabal compromiso con la nación y a su formidable hoja de servicios, pero podía haber evitado el despido con una transición ordenada y tutelada por él mismo.
Ahora ya no se trata de una opción sino de un imperativo, un compromiso en el que se juega el futuro de lo quede de su proyecto y de su partido. Y quizá ya no pueda ni deba controlar el post-marianismo sino tan sólo permitir que el PP busque cuanto antes su propio destino colectivo. Le toca alejarse, sin dejar hipotecas que él sabe cómo pesan porque las ha sufrido. Fuera del poder hace mucho frío pero la derecha española necesita ahora líderes acostumbrados a salir sin abrigo.