El detalle más comentado de este segundo mensaje de Nochebuena de Carlos III de Inglaterra ha sido que posara junto a un árbol de Navidad. Un árbol vivo, por supuesto, que será replantado una vez finalizadas las fiestas. Nunca hasta ahora había sucedido tal cosa. Nunca un abeto había compartido protagonismo con la Corona. Parece meridianamente claro que, apenas dos años después de su coronación, el Monarca británico está decidido a romper moldes, a incorporarle su impronta a una institución necesitada de un cierto aliento de modernidad luego de los 70 largos años de reinado de su madre. La foto del Rey junto a su arbolito ha abrumado todas las portadas de los medios de su país y ha alimentado elogios y parabienes. Un acierto pleno, un gesto inolvidable, un Rey muy verde.
Así da gusto. Por lo demás, en su tradicional alocución navideña, Carlos III, enhiesto ante el Memorial de la Reina Victoria, abundó en cuestiones de enorme calado social como la necesidad de proteger el planeta, «ese hogar que todos compartimos», y no dudó en prodigarse en elogios hacia organizaciones no gubernamentales que cuidan del prójimo en los rincones más hostiles e inhóspitos del planeta. Ni un pero a sus palabras, ni una crítica a su verbo. Nadie osó reprocharle su silencio ante el deterioro galopante del sector sanitario en su país, o que ignorara deslizar una mención, siquiera tangencial, sobre los severos problemas económicos que sacuden a sus atribulados súbditos, luego del estropicio del disparatado Brexit. El Rey, con su arbolito, tan pinturero, ejemplo de monarquía ejemplar.
Los estragos etílicos de las fiestas navideñas a veces producen efectos inmisericordes sobre determinados sectores de la política
Quizás si Felipe VI hubiera hecho lo propio la pasada Nochebuena, esto es, adornarse con el calentamiento global y proferir incontenibles loas a las labores de las miles de oenegés que por ahí pululan, habría recibido más muestras de agrado desde esos sectores políticos que tanto lo hostigan, enfebrecidos por el rencor y el odio. Algunos portavoces, muy airados, han llegado a acusarle de ser ‘el Rey de Vox’. Los estragos etílicos de las fiestas producen tales indisimulables efectos.
Algo falla, indudablemente, cuando el jefe de un Estado democrático del primer mundo se ve forzado a dedicar el 95 por ciento de su felicitación navideña a batirse el cobre en defensa de la Constitución frente a aquellos que la zarandean para conseguir su demolición. Con el agravante de que cuantos se afanan n la voladura de los pilares de la ley de leyes son personajillos que conforman el Gobierno o que actúan, de facto, sus socios preferentes e imprescindibles. Emitir un discurso con exhortaciones casi desesperadas a la estabilidad institucional, la igualdad entre españoles, la soberanía nacional, la solidaridad entre regiones, la concordia, el civismo y la justicia no debería ser una exigencia urgente en estas fechas, más adecuadas para deslizarse amablemente hacia un territorio menos arduo y más epidérmico. Al estilo de su primo inglés.
La enorme fortuna es que el Rey de aquí es un feroz defensor de la convivencia, el progreso y la prosperidad entre españoles, algo que su jefe de Gobierno no parece compartir
El problema es que desde la renovación de Pedro Sánchez en la Moncloa, tras sufrir incuestionable derrota en las elecciones de julio, la situación política nacional padece unas convulsiones cataclísmicas, que obligan al Monarca a incurrir en estos exorcismos que tanta bilis genera entre sus haters. Más feliz sería don Felipe si toda su preocupación, en el cierre del año, pasara por plantificarse tan ricamente junto a un arbolito iluminado -y vivo, no se olvide el detalle eco- mientras recita tontunas y bobadillas que serán luego celebradas por ese público resiliente y sostenible, que se desparrama tumultuoso por campus y redes.
El problema es que la Constitución española, lejos de estar asentada, atraviesa momentos críticos, los más duros e infames desde su aprobación por abrumadora mayoría, hace casi cinco décadas. Y la enorme fortuna es que el Rey de aquí es un feroz valedor de la norma máxima que juró guardar, junto una serie de valores imprescindibles en democracia, como son la convivencia, el progreso, la libertad y la igualdad entre españoles, algo que su jefe de Gobierno no parece compartir dado que ha decidido agradar tan sólo a la mitad del censo electoral, la que se sitúa en el lado más pútrido del muro.
Ese añorado aburrimiento
La democracia es aburrida, pero es el menos malo de los sistemas políticos conocidos. El mensaje navideño de Carlos III resulta, en efecto, tedioso y banal, tan cansino como una novela de Elvira Lindo. Pero cuánto no daríamos porque la conjura de una gavilla de delincuentes y desalmados no obligara al Rey a comparecer en los hogares de los españoles, en la noche más apacible y familiar del año, y proceda a desenvainar la espada del Estado de Derecho y a recordar que fuera de la ley no hay convivencia sino arbitrariedad y que fuera de la Constitución no hay España, sino otra cosa, una ciénaga inextricable que apesta a Orinoco. Cuánta envidia del muermo británico, cuánta ansia de ese añorado tedio que provocan las democracias que funcionan.