Mikel Buesa-La Razón

  • Hemos de rechazar las diatribas contra moderación del gasto público y la intervención estatal

Se cuenta que, allá por 1930, el presidente Roosevelt, preocupado por el desempleo que provocó la Gran Depresión, le pidió consejo a Keynes y éste le dijo que contratara a unos obreros para abrir unos cuantos hoyos en los jardines de la Casa Blanca, y que al día siguiente empleara a otros trabajadores para cerrarlos. La anécdota se suele presentar como una síntesis de las políticas keynesianas orientadas hacia la expansión de la demanda, impulsada por el gasto público, que tanto gustan a los gobernantes de izquierda y que, ciertamente, podrían recibir un cierto apoyo histórico –sin duda con muchos matices y reservas– en los procesos que tuvieron lugar en la Alemania nazi, con el rearme y las obras públicas, y en los Estados Unidos, con el New Deal. Sin embargo, esos mismos gobernantes –que, como el propio Keynes apuntó, son «maniáticos de la autoridad, oyen voces en el aire y se creen exentos de cualquier influencia intelectual»– suelen olvidar que, en la década de los treinta, el tamaño económico de esos y otros estados avanzados apenas superaba la cuarta parte del actual, de manera que con un esfuerzo relativamente modesto sus políticas podían tener un impacto real significativo.

Hoy en día las cosas son muy distintas. Los gobiernos son maquinarias enormes que extienden sus tentáculos por toda la sociedad y absorben una gran cantidad de recursos. Un estudio de los profesores Andrés, Bandrés, Doménech y Gadea recientemente publicado –basado en datos de 36 países de la OCDE, desde 1960– constata que, cuando el tamaño del gobierno es superior al 40 por ciento del PIB, los efectos del gasto público sobre la renta por habitante y sobre el bienestar social –medido a través del consumo per cápita, el tiempo dedicado al ocio, el nivel de desigualdad y la esperanza de vida– son negativos. Pero, por el contrario, cuando ese tamaño se ubica en torno al 30 por ciento del PIB, entonces se maximiza su incidencia positiva sobre esos dos indicadores. Por eso mismo, hemos de rechazar las diatribas contra moderación del gasto público y la intervención estatal –que la izquierda designa como «austericidio»–, y reclamar el retorno a su vigencia. El elogio del austericidio no es así ningún disparate.