ABC 29/05/17
FRAN JURADO, POLITÓLOGO Y PERIODISTA
· «Maquiavelo diagnosticó hace cinco siglos la esterilidad de las políticas que dividían para vencer, pues solo conseguían debilitar al Estado»
SÓLO los nacionalistas son demócratas. Si pudiéramos preguntar a los entusiastas de la independencia por la veracidad de semejante afirmación, sin duda se extrañarían. Sin embargo, es lo que afirman de modo implícito, sin apenas conciencia de ello. Porque si la prueba del talante democrático dels espanyols es la aceptación del dret a decidir, ello significa que la vara de medir exigida no es más que un trágala de la ideología nacionalista: el derecho de toda nación a ser estado. Para comprobar que el pensamiento de nuestros interlocutores es coherente, seguiremos preguntando: consumada ya la independencia, ¿el mismo derecho será reproducible hacia abajo? Eso no tiene sentido, dirá la mayoría, y aquí quizá unos pocos recordarán la idea que el argumentario nacionalista ofrece a los entusiastas más sofisticados: «el derecho a decidir solo será verosímil si lo ejercen territorios que mantengan una reivindicación sostenida en el tiempo». Traducimos: Hospitalet, o Barcelona, deberían acreditar durante décadas su voluntad nacional española, y eso aunque hasta ayer fueran parte de España y declararan querer seguir siéndolo. Por tanto: sólo la nació catalana ostenta el derecho a decidir. Ni la ciudadanía española ni quienes fueran sometidos por el rodillo mayoritario en el pretendido referéndum tienen más que decir. ¿Y derecho a la autonomía, al menos, para el colectivo españolista, ingente, que quedaría incrustado en la nueva y virtuosa república?
Aquí habremos llegado al punto en que nuestro interlocutor sentirá la justicia de lo que defiende en lo más íntimo de su ser: los argumentos serán ociosos. Tal es la superioridad moral inoculada en quienes son inducidos a concebirse, en lo básico, como demócratas, y no como nacionalistas:
perquè sóc demòcrata. Perquè és el meu dret. Los eslóganes que se difunden hoy en Cataluña sirven para que la élite en el poder recabe el consentimiento de una ciudadanía desorientada y engañada sobre la política y sobre su propio modo de pensar. Una élite que para redoblar su apuesta no duda en diseminar un lenguaje bélico: la cruzada por la pureza democrática es una guerra contra España que el pueblo catalán, ya sin vuelta atrás, ha decidido librar.
Sirva lo anterior para ilustrar uno de los resultados más inquietantes del período secesionista: la emergencia –al igual que en otros países inmersos en procesos de fractura y propaganda exacerbadas–, de una ciudadanía políticamente activa –activada–, pero tendencialmente infantilizada, narcisista y refractaria a la discusión racional. El hecho sugiere un movimiento de péndulo hacia el lado opuesto en relación con la idea de un ciudadano políticamente pasivo, vigente hasta ayer. A la vez, el momento populista se ofrece como la imagen en negativo de la utopía ilustrada sobre el ciudadano participativo y consciente: hoy, si se recobra el interés por la política, es al precio del aparente sacrificio de las virtudes que se presuponían en la formulación ideal. Estaríamos pasando del idiota –en la acepción de la Grecia clásica– que atiende sólo a sus asuntos privados, a un ciudadano vigorizado por lo político, pero movilizado en exceso por lo emotivo y lo irracional, producto directo de la acción polarizadora de los diferentes discursos populistas en la crisis de hoy.
No es esto poco más que el conocido pesimismo de Schumpeter? ¿La materialización hoy de su amarga idea de la inevitable infantilización del hombre corriente al pensar en política? ¿Acaso podemos elegir solo entre ser idiotas o convertirnos en fanáticos? Quizá la indolencia fue la actitud tendencial en una época de bienestar relativo, catch all parties y legitimidad del sistema gracias a sus resultados. Quizá el fanatismo y la emotividad como actitudes en auge correspondan a la naturaleza humana para un momento de angustia, inseguridad y fragmentación. Sin embargo, tal suposición no debe ocultar lo que implica, para una sociedad democrática, la retroalimentación entre una clase política determinada a infligir daño social para conseguir su objetivo, y una parte de la población dispuesta a aceptar que tiene el derecho a imponer su voluntad sobre el resto. Cataluña es un ejemplo demoledor de cómo la propaganda que percute sobre una división etnolingüística socava la cohesión social.
Maquiavelo diagnosticó hace cinco siglos la esterilidad de las políticas que dividían para vencer, pues solo conseguían debilitar al Estado. Hoy, la legitimación de nuestras democracias exige una urgente puesta en valor del pluralismo. Desde ese prisma, la figura del ciudadano centrado –el centro, no ya como geografía política, sino como talante practicable, pues, desde distintas aproximaciones ideológicas–, alérgico al halago tramposo de los líderes, dispuesto a modificar sus ideas tras el debate, poco propenso a estigmatizar al adversario, adquiere un valor fundamental. El valor de aquello que tiende a hacerse cada día más raro y necesario, porque es combatido por todas las sinrazones con ferocidad.