- En la invención del pasado, nadie sabría no ceder la voz a la leyenda. Y puede ser que, pasado medio siglo, lo sigan asediando hoy las quimeras que anuda el eco repetido de los calendarios: primero de mayo. Ni memoria ni nostalgia ceden en su emoción por saber que están mintiendo
¿Engaña la nostalgia? Por supuesto. ¿Podría alguien soportar la vida sin la grave verdad de saberse engañado? ¿Es ésta acaso una pregunta? Lo que el recuerdo pone, nada dice de lo que fue. Dice lo que nuestro hoy exige que debiera haber sido para que en esa piadosa impostura podamos seguir siendo. Sin esa narración consoladora que teje la trama de mitologías sobre la cual alzamos nuestros nombres, nada podría justificar el duro esfuerzo de la perseverancia. Me vuelve esa cerrada paradoja mientras leo, en un primero de mayo, el fulgurante último libro de Raúl Fernández Vítores: Tratado del primer engaño. Y sé, leyéndolo, que la memoria de cada cual inventa a Otro, sin cuyo espejo nuestros rostros serían invisibles: el que decimos que fuimos. De ese otro hablamos. Nunca de nosotros, que poco más sabemos ser que su espejismo.
Y esa lectura me lleva a atisbar mi rostro en otro siglo. No. En otro milenio. En el tiempo sin tiempo donde muere el pasado. La trampa administrativo de las fechas dispara la fantasía de hacer presente lo ido. Y de, en la evocación, alzarle un altar épico. Si preservamos una elemental cautela, sabremos distinguir en aquel pretérito la ficción narrativa, que quedó en nosotros, de una realidad tan inocua como todas y tan por completo perdida como todo en el tiempo. La maravilla a la que, hace de eso dos mil seiscientos años, un poeta de Elea deja caer con la reciedumbre de quien sabe haber dado con la única clave de la paradoja humana: «que es, que no fue, que no será». Lo que es lo mismo: que todo cuanto de nosotros decimos es mentira. Mentira cuanto hablamos. Releer los relámpagos preservados de aquel Poema de Parménides, es asomarse al abismo más duro de soportar por el hablante: todo cuanto decimos se desmorona en lo injustificable. Quevedo escribió eso mejor que nadie.
Así que miento. Puesto que evoco lo que en mi memoria queda de aquello que fui, que fue. Y esa red de palabras en formación sintáctica (que en griego quiere decir «de combate») es la única verdad que de mí tengo. Recordar es liturgia de mitologías. Sería idiota si no lo supiese. Sería mudo si no lo abrazase.
En otro siglo pues, en otro milenio, que no son este en el cual leo a Fernández Vítores. Que vuelven cada primero de mayo. A veces –no anoche–, hasta lo sueño con precisión vagamente consoladora. Un muchacho se adentra en el cementerio del Père Lachaise parisino. Borracho de relatos, de libros; sin más ambición –sin menos– que la de construirse un mundo a la medida de los leídos. Sus ojos van rozando esos nombres sobre las lápidas, de los cuales él, por lo que leyó, sabe muchísimo más –cree saber– de lo que hubieran podido saber aquellos que compartieron vida con los portadores de esos nombres. Pero es 1 de mayo. Y al muchacho no lo retienen hoy los nombres de Wilde, de Lakanal, Apollinaire, Aragon, Balzac, Delacroix, Sarah Bernhardt, Chopin, Proust, Éluard… Ni siquiera los de Piaf, Montand o Morrison. Atraviesa ese jardín de óxido y moho conmovedoramente bello. Hasta llegar al muro que lo clausura. Sobre el cual no hay nombres, porque ese muro es el de quienes fueron ilustres sólo por ser anónimos. Una inscripción evoca que contra el muro fueron fusilados, en 1871, los últimos de la Comuna.
El muchacho, que no es más que un depósito de letra impresa –esto es de leyenda, de material de lectura–, no ha leído, sin embargo, por entonces todavía a Julien Gracq. Medio siglo más tarde, sobre la mesa en la que escribe, hay un libro suyo abierto. 1967. Gracq retorna, entrelazado a la voz del communard de Jules Vallès: que se asoma al remordimiento de haber visto cómo se hacían matar los hombres a los que su incompetencia lanzara a un combate imposible. Y el autor de Lettrines, al cabo casi de un siglo, alza acta notarial de aquel escalofrío: «Bohemios de pluma, periodistas de tres al cuarto, profesorcillos canosos, estudiantes envejecidos, semilicenciados en busca de un maestro…, estamos realmente ante el mundo de las Escenas de la vida de bohemia avinagrada… Causa horror ese estado mayor insurreccional, esos revolucionarios de taberna al paso de los cuales escupían, en los últimos días de la semana sangrienta, los hombres de las barricadas de Belleville. No hay excusa para lanzar a nadie ni aun al más justo combate, cuando se hace tan a la ligera».
Pero el muchacho no ha leído a Gracq. Y deja, en ese primero de mayo, su convenida rosa roja al pie del muro. En su cabeza, el lugar de los fusilados que no tienen nombre cobra textura de leyenda venida de otro mundo. Que no existió. Puede que tuviera razón aquel muchacho: en la invención del pasado, nadie sabría no ceder la voz a la leyenda. Y puede ser que, pasado medio siglo, lo sigan asediando hoy las quimeras que anuda el eco repetido de los calendarios: primero de mayo. Ni memoria ni nostalgia ceden en su emoción por saber que están mintiendo.
¿Miente la nostalgia? Miente en lo que dice estar diciendo del mundo al cual invoca. Dice la sola verdad: la silenciosa de aquel que está haciendo presente lo que nunca fue; la dura verdad de haber querido ser. Y de saberlo imposible. Y yo sigo leyendo ese destello inesperado en el último libro de Raúl Fernández Vítores: Tratado del primer engaño. De nosotros.