IGNACIO CAMACHO-ABC

  • En un país sobregobernado, sometido a continuas crisis de estrés legislativo, no vienen mal unos meses de limbo político

El Gobierno en funciones es el estado ideal de una democracia en crisis de estrés político. Un Ejecutivo legítimo pero limitado en sus capacidades de ejercicio, con facultades circunscritas a un régimen casi meramente administrativo. Un poder suficiente para mantener la estabilidad institucional sin someter a la sociedad a arbitrariedades o caprichos, imposibilitado de invadir el ámbito autónomo de unos individuos lo bastante maduros para conducirse a sí mismos.

Un período libre de incrementos del gasto, de subidas fiscales o nuevos modelos impositivos, de leyes prescindibles que vengan a sobrecargar el ya saturado ordenamiento jurídico. Un limbo exento de conflictos, de abusos de autoridad, de agresividad legislativa y medidas clientelares en beneficio de intereses de partido. Un espacio de sosiego civil en medio de la tensión electoral, un momento de respiro bajo una atmósfera crispada por el sectarismo.

En la época de Rajoy el Gobierno en funciones no se diferenciaba mucho del normal, que ya de por sí andaba con constantes vitales bastante bajas. En el sanchismo, en cambio, representa una etapa de calma que echaremos de menos si el presidente supera la reválida. En realidad, y dada la dificultad presentida de una legislatura sustentada en alianzas precarias, al propio Sánchez le convendría que su interinidad se prolongara. Puede disfrutar de los privilegios del poder, que es lo que le interesa: el Falcon, el colchón de Moncloa, las vacaciones en La Mareta, la obsequiosa servidumbre de sus medios de cabecera, incluso el protagonismo protocolario como anfitrión de las cumbres europeas. El presupuesto aprobado; los ministros en su cargo, incluidos los de Podemos, despreocupados de la incertidumbre de un Gabinete nuevo; el ejército de asesores y estampillados diversos, cobrando durante unos meses más el sueldo. Y los diputados, tan contentos sin gran cosa que hacer en las tardes de tedio de un Congreso reducido a la mínima actividad que permite el Reglamento.

Pero sobre todo, un bloqueo prolongado sería un bálsamo de tranquilidad para los ciudadanos, que nos lo merecemos al cabo de un quinquenio agitado y coronado por dos elecciones consecutivas repletas de sobresaltos. Deberíamos hacer una cuestación para sufragarle a Puigdemont la estancia en Waterloo con tal de que se haga de rogar todavía un buen rato. O recoger firmas para que algún grupo parlamentario proponga una reforma constitucional que establezca un lapso obligatorio, a ser posible largo, de ataraxia política entre mandato y mandato. Los españoles estamos sobregobernados, legislados por encima de nuestras posibilidades, y no nos vendría mal un descanso. Una tregua esporádica sin vértigo, sin alboroto, sin apremio; un interregno donde gane quien gane en las urnas exista la seguridad de que al menos durante un tiempo no esté en condiciones de hostigar al resto.