ABC-LUIS VENTOSO

La pasión por las ideologías fuertes ya se vivió en los años treinta…

LA semana pasada tuve la ocasión de participar en una comida con David Lidington, el dos de Theresa May. Es un hombre vivaracho, de 62 años, historiador por Cambridge y que fue ejecutivo en dos multinacionales antes de recalar en el Foreing Office (sí: ¡en Inglaterra los políticos tienen vida laboral previa!). Antes del primer bocado, Lidington sintetizó en un minuto su esclarecedora visión del mundo. Explicó que la resaca de la crisis de 2007, el malestar por la globalización y el temor a la robótica y la Inteligencia Artificial –que ya están aquí y laminarán millones de empleos– han llevado a muchos ciudadanos a buscar un ancla en los extremos políticos: el nacionalismo y los populismos radicales de izquierda y derecha. Para acabar de colmar la inquietud ha llegado además la inmigración en masa, fruto de que África es un continente joven, que ahora ve cómo vivimos y quiere disfrutar de la fiesta. Pescando a río revuelto, la Rusia de Putin, de manera muy profesional y a veces sofisticada, está intoxicando las democracias occidentales y ayudando a los extremismos. Por último, Estados Unidos, campeón histórico de los valores occidentales, se ve con un presidente que los desprecia –al menos en Twitter– y que proclama su simpatía por los dirigentes autoritarios.

Titular: la democracia occidental está amenazada. Desde que comenzó este siglo, veinticinco países la han perdido para pasar a regímenes de caudillaje. La percibimos como una abuela anticuada. La damos por hecha y nos pueden resultar más seductoras las recetas del primer flamante vendedor de crecepelo, que con dialéctica épica promete arreglarlo todo mediante soluciones drásticas.

Pero si millones de occidentales caen en el populismo y el nacionalismo es por algo. Lo explica magistralmente el ensayista Edward Luce en «El retroceso del liberalismo occidental», un librito que se despacha en tres horas. Recuerda que «el gran pegamento» que une a las sociedades alrededor de la democracia es «el crecimiento económico». Si falla, llega «el reverso negro». Y hay cosas que están fallando: en Europa y Japón el crecimiento es flojo, la desigualdad ha crecido y el ascensor social se ha trabado. En Estado Unidos, aunque crece con vigor, existe una enorme marea de gente que se ha quedado atrás (un gran caladero de Trump). Un estadounidense debe dedicar hoy al alquiler el doble de horas de trabajo que en los años cincuenta. Las grandes capitales globales son faros de progreso, sí, «pero están rodeadas de un océano de resentimiento».

El chivo expiatorio ante tanta incertidumbre es la democracia liberal. Las soluciones rudas (Podemos, Le Pen, Syriza, Bolsonaro…) evocan lo sucedido en los años treinta del siglo pasado durante la resaca de otra agudísima crisis, la de 1929: ideologías dogmáticas que venden soluciones absolutas a base de recetas muy drásticas. Aquello acabó como acabó… Por eso, aunque no venda un peine, me permitiré decir que la moderación siempre funciona mejor que la demagogia exaltada. Tan aburrido soy que hasta añoro el muermazo del bipartidismo y estoy convencido –¡oh asombro!– de que España estaría bastante mejor con un único partido de izquierda moderada y otro de derecha tranquila.