BENIGNO PENDÁS-ABC
- España es más que sus partes integrantes, se llamen nacionalidades o regiones, incluso si se proclaman naciones sedicentes
Con permiso de Ortega, adapto su teoría de las generaciones a esa Transición democrática que el filósofo no llegó a conocer, aunque fue en cierto sentido su padre intelectual. Si una generación se renueva cada quince años, es posible establecer una cadencia que determina los grandes momentos de la historia. La primera generación crea, establece el modo y la forma de la existencia; en este caso política, pero puede ser también moral, social, cultural, lo que se prefiera: ¡homenaje bien merecido a quienes nos legaron la mejor Constitución de la historia de España! La segunda consolida aquella «hazaña primordial», como la llamaría Mircea Eliade: eso hemos hecho las gentes de mi edad lo mejor que hemos podido y sabido. La tercera critica: muestra desasosiego, se siente incómoda, anuncia tiempos amargos; entonces, seriamente preocupados, escribimos libros sobre las democracias inquietas y proponemos planes de reforma. La cuarta, en fin, destruye: provoca la ruptura, cambia las reglas del juego, estropea aquello que mejor funciona. Atención ahora a nuestra circunstancia presente, porque los números cuadran desde 1978 en adelante: de 1 a 15, creación; de 16 a 30, consolidación; de 31 a 45, crítica; de 46 a (quizá) 60, ruptura. El lector adivina mis conclusiones: la Constitución acaba de cumplir ¡45 años! y, según lo dicho, se abre la veda para la ruptura de tan exitoso modelo. ¿Es inevitable? No lo es, por supuesto. No hay tal determinismo inexorable en la vida personal ni en la política, espejo de la vida. «Tú mismo te forjaste tu ventura», advierte el personaje cervantino. También, claro está, eres responsable de tu desventura.
Ante todo, ánimo y perseverancia para decir la verdad una y mil veces. España es una gran nación. La Transición fue un éxito de largo alcance y no un expediente provisional para salir del paso. El sujeto constituyente es intangible: su titular es la nación española y no una yuxtaposición de poderes originarios. España es más que sus partes integrantes, se llamen nacionalidades o regiones, incluso si se proclaman naciones sedicentes. Nuestra democracia es igual de buena e igual de mala que el resto de las europeas. La gran mayoría de los españoles queremos mantener nuestras señas de identidad constitucional: Estado social y democrático de derecho; monarquía parlamentaria; unidad, autonomía y solidaridad territorial; Europa y esa América que tanto nos importa como horizontes y referencias. He aquí la encrucijada: renovar la confianza en la Constitución vigente o tomar un camino incierto sin final previsible. Me apunto a la primera opción, en nombre del sentido común que nos permita mantener el rumbo en este tiempo convulso; aquí y en todas partes, vivimos un problemático umbral de épocas. Contamos con bazas más que suficientes para salir adelante. Una sociedad de clases medias, sensata y moderada, capaz de dar la talla si la ocasión lo requiere. Instituciones sólidas con la Corona en primer lugar: Don Felipe ejerce de forma ejemplar sus funciones y nadie debe pedirle que actúe más allá de lo que quiere, puede y debe hacer. Me dirijo aquí a quienes obran de buena fe. Los demás, allá ellos.
Una Constitución es el símbolo de la razón ilustrada. Tomarla en serio, cumplirla y hacerla cumplir es la garantía de la concordia cívica. Bien lo sabía Aristóteles: la ‘politeia’ es el mejor de los regímenes políticos, pero pierde su condición cuando el gobernante ignora el respeto (la devoción, incluso) que debe a las leyes. Si así lo queremos los españoles, la España que nació con la Transición seguirá siendo un éxito colectivo, situada por fin en el lugar que le corresponde, el único posible y deseable, en Europa y en el mundo. Echamos de menos aquellos tiempos ilusionantes: la meta estaba clara y, por fortuna, la hoja de ruta dependía de manos seguras. Por eso llevamos a la práctica aquel proyecto sugestivo. Ahora la nación constituyente debe mostrar la fortaleza de sus convicciones desde el más estricto respeto –faltaría más– a las formas pacíficas de la convivencia. A estas alturas del tiempo histórico, los españoles hemos ganado la batalla contra el dogmatismo y la intolerancia. Creemos en nosotros mismos y tenemos muy claro quién merece confianza y quién arrastra sin remedio el estigma de la deslealtad. Con las servidumbres inherentes a todo proyecto humano, hemos creado un marco muy razonable para establecer la concordia cívica, aunque algunos no quieran reconocerlo por dogmatismo o por simple (y dañino) oportunismo. No se admiten lecciones de quienes pretenden privilegios a partir de obsesiones identitarias y magnifican a los ídolos de la tribu desde su egoísmo insolidario.
Nuestro único problema existencial es el desbarajuste territorial. Todo lo demás son problemas políticos en sentido estricto que pueden ser encauzados mediante compromisos razonables. Los exaltados y los impacientes atribuyen las culpas a la Constitución. No tienen razón, y conste de nuevo que solo discuto con quienes actúan con buena fe. El problema se llama deslealtad hacia una forma de organización territorial perfectamente compatible con la pluralidad de la nación española, una realidad histórica y sociológica que no se puede negar. Tampoco cabe desconocer la evidencia: con sus luces y sus sombras, como todos los demás, España es una nación percibida como tal dentro y fuera del territorio desde tiempo inmemorial. Ha jugado un papel de primer orden en la historia universal, al alcance de muy pocos, casi de ninguno. Ha sido protagonista del ‘nomos’ de la Tierra que todavía nos rige. Aporta una lengua y una cultura a la altura de las mejores. Como todas, insisto, ha sufrido altibajos y no faltan lagunas y miserias. Ofrece desde hace ya casi medio siglo una democracia constitucional acorde con la época que nos toca vivir, una prosperidad económica notable, una plena integración sociocultural en las grandes corrientes universales: no siempre atractivas, ciertamente, pero ese es un problema diferente que desde esta atalaya podemos constatar, pero no resolver.
A día de hoy, España significa libertad, democracia, Europa, bienestar… En el plano superior de la legitimidad gozamos del derecho a ser españoles que nos hemos ganado con el esfuerzo colectivo de muchas generaciones. Hay que defenderlo con las armas imbatibles de la razón ilustrada y los medios institucionales que el Estado democrático pone a disposición del ciudadano consciente. Firmeza en las convicciones y moderación en los comportamientos. Es tiempo de encrucijadas y no de ínsulas, decía don Quijote. Elogio, pues, sincero, de nuestra Ley de Leyes. Subrayo el adjetivo porque no sirve invocarla para incumplir la letra y el espíritu. Cada cual es responsable de sus actos y debe estar a la altura de una circunstancia particularmente grave en nuestro agitado devenir histórico. Transcurridos cuarenta y cinco años, tiempo para tres buenas generaciones de españoles: ¡suerte, Constitución!