ABC 10/03/13
JON JUARISTI
Al contrario de lo que suele suceder con las dictaduras personales, la continuidad del chavismo es perfectamente imaginable
« COMO Lenin, como Ho Chi Minh, como Mao»: así anunció Nicolás Maduro el ingreso de los restos de Hugo Chávez en el club de los Cadáveres Exquisitos del Socialismo, que es todo él un Cadáver Embalsamado. No se merecía Chávez ese final.
Deberían haber llevado su cuerpo hinchado y consumido a Sabaneta, o quizá sus cenizas. Enterrarlo o esparcirlas en la tierra llanera donde nació. Dejarlo en paz, como a Pancho Villa en Parral, donde su tumba cayó pronto en un piadoso olvido. Para qué tanto ensañamiento necrófilo, si Chávez tiene ya un lugar en la Historia que ni sus enemigos le disputarán. Encabezó el regreso del nacionalismo revolucionario en Latinoamérica, tomándole el relevo a Fidel Castro: algo que no supieron hacer los sandinistas ni el narco Noriega. Ni siquiera Castro supo tomárselo a sí mismo después de su tránsito por el comunismo soviético. Chávez deja medio continente en manos de una Internacional populista que gobierna en Argentina, en Uruguay, en Bolivia, en Ecuador, en Nicaragua y, por supuesto, en Venezuela. Y que allí donde no gobierna encuadra a la oposición de izquierda. El chavismo hoy, como el castrismo antes y el peronismo en su día, es la gran amenaza que afronta la democracia liberal en la América de lengua española.
El fenómeno que Chávez representaba no es nuevo. Se le ha llamado siempre caudillismo. Enrique Krauze hace remontar sus orígenes al Doctor Francia, emancipador y dictador del Paraguay, que fascinó a Carlyle e inspiró el TiranoBanderas de Valle-Inclán. Pero Chávez ha sido el primer caudillo posmoderno. Habrá otros en el futuro y, sin embargo, Chávez ha impuesto un modelo difícilmente superable, desde los aspectos más superficiales en la movilización de masas (su conversión en espectáculo mediante los chándales multicolores, las camisetas rojas o amarillas, las gorras de béisbol, los interminables shows televisivos o la música electrónica que actualiza y desguaza ritmos tradicionales como el joropo) hasta su política exterior globalizada que no se detuvo en los límites del tercermundismo castrista (no sólo estableció una red planetaria de alianzas con economías emergentes, sino que se atrevió a intervenir en los mismísimos Estados Unidos con una versión sorprendente de la Alianza para el Progreso). Pasando, claro está, por una síntesis ideológica en la que cabía el culto nacionalista a Bolívar, el militarismo clásico, el indigenismo, el guevarismo, el antisemitismo, la teología de la liberación y la sentimentalidad del bolero y de las telenovelas.
¿Fascismo? ¿Bolchevismo? No parece que las tipologías políticas del pasado siglo sean de utilidad en este caso. Odio al liberalismo, eso sí, y un laboratorio envidiable para poner en práctica su destrucción valiéndose de los propios dispositivos democráticos: Venezuela, un país con grandes recursos naturales; un Estado con una debilidad institucional crónica; una sociedad de aluvión, desestructurada, sin tradiciones culturales sólidas. Miseria urbana; criminalidad inorgánica, espontánea y rabiosa; golpismo espasmódico, corrupción política, historia repetida de dictaduras, de fracasos democráticos y de fracasos revolucionarios. Ningún aspirante a redentor pudo soñar un escenario más propicio.
Al contrario de lo que ha sucedido con las dictaduras fuertemente personalizadas, la continuidad de un chavismo sin Chávez es, por desgracia, perfectamente imaginable y posible. El caudillismo posmoderno suprime las distancias y promueve la fusión entre los dirigentes y las masas anónimas. Chávez jugó esa carta a fondo. Su conversión en faraón embalsamado, en Cadáver Exquisito, resulta, por tanto, innecesaria y redundante.