La semana habría sido insoportable para cualquier presidente del Gobierno, pero en Pedro Sánchez la obsesión por mantenerse pese a todo se ha convertido en convención. El domingo, se le vio como un alma en pena en el estadio de Berlín. Protocolaria y anímicamente estaba fuera del meollo. No se le quería por el vestuario. El lunes, Carlos Barrabés lo señala, y Carvajal lo desprecia deliberadamente en el pasamanos de La Moncloa mientras el fiscal general ordena a sus servicios de prensa emitir una nota en la que ningunea su probable imputación ante el Supremo y sostiene que seguirá trabajando como si nada. El martes, el TC blanquea con un alambique jurídico la prevaricación de Manuel Chaves, expresidente del PSOE, y desdeña la ‘contaminación’ de dos magistradas. Minutos más tarde, Griñán y sus bolsillos de cristal logran más de lo mismo. El ‘indultazo’. El perdón divino ungido por el dedo de ese trampero de la legalidad al que nadie eligió como legislador de ocasión que es Conde-Pumpido.
El miércoles, en el Congreso, Pedro Sánchez desgrana sus medidas para asfixiar al ‘fascismo’ mediático, pero con muchos de sus socios en contra. Y el viernes, Begoña Gómez, acude por segunda vez ante el juez en calidad de investigada y con la sombra de otro delito más, el de apropiación indebida. Con tal presión y agobio, cualquier presidente se habría refugiado cinco días en La Moncloa a reflexionar ensimismado, y habría amenazado con una carta a la ciudadanía y alguna proposición victimista: «O me demostráis que me queréis mucho, mucho, o me marcho». Pero en Sánchez eso es impensable.
Sánchez ha consagrado la idea de que todo lo que se produce desde las elecciones lleva elbarniz de la legitimidad. Es tanto como decir que la corrupción emana de las urnas, que esgarantía legal de inmunidad y que cualquier escándalo viene avalado por el voto
Porque todo es indiferente. Se trata de fabricar un relato virtual según el cual la imputación judicial de dos familiares directos es un bulo, una manipulación, una persecución injusta… Siguen imputados pero la consecuencia es irrelevante. Implica la desaparición de la ética pública de la esfera de poder: no hay explicaciones solventes y creíbles, y las que hay son todo un argumentario de medias verdades, ocultaciones y un profundo desprecio a la justicia. Allí donde la ética pública cae, la impunidad triunfa. Se ‘embegoña’ la vida pública.
España ha visto en una semana la estampa más genuina del sanchismo, la de las fracturas. Una fractura social plasmada en ese cobarde que insulta con nocturnidad y a escondidas a futbolistas vascos por defender a España, que los llama traidores y dibuja una esvástica junto a su nombre. Una fractura emocional entre unos españoles que justifican la corrupción porque ‘es de los nuestros’ y otros españoles que no entienden nada porque en cualquier democracia un presidente en las condiciones de Sánchez habría dimitido ya. Y una tercera fractura, definitiva, en el régimen de libertades que pretende poner una soga al cuello a los medios de comunicación que no comulgan con su tóxica idea del poder.
Sánchez tiene a su favor este silencio de cementerio de una España enfundada en una camisetaroja que vibra con potras salvajes e ignora con desinterés y aburrimiento la podredumbre bajolas alfombras
No era retórico el mensaje explícito, y político, del seleccionador nacional: «Unidos somos mejores y más fuertes». Sólo es capaz de reconocerlo quien sabe que en verdad España no está unida, sino herida, en un permanente conflicto revanchista e irracional consigo misma, derivado de una incesante radicalización de nuestra vida pública. A Sánchez la unidad le produce erisipela… salvo que sea en torno a su figura. No hay unidad en torno siquiera a principios y valores que deberían ser inalterables. Por ejemplo, aquello de la ‘tolerancia cero’ contra la corrupción… y contra la apariencia de corrupción. Parece que es etapa superada. Por eso no existe un debate público, una luz roja de alarma sobre la moralidad y el poder, sobre el enchufismo, los indultos encubiertos, la endogamia o la inquietante sinuosidad en el acceso privilegiado al dinero público. En cambio, sí hay un punto de obscenidad como seña de identidad, como marca de agua de la política. Es el retrato de una democracia empobrecida, despojada de autoexigencia, instalada en la conformidad y en la asunción de lo inasumible, y con tragaderas infinitas para digerir relatos surrealistas en los que prima la aversión ideológica como coartada frente a la lógica de hechos tozudos.
¿El fiscal general incurre en desviación de poder? ¿Y qué? Minucias. Un tipo es ensalzado como empresario ejemplar por el presidente del Gobierno gracias a un pequeño negocio de material de alta montaña en plenos Pirineos. Surgen el lobby, las invitaciones, la empatía, los contactos… Se crea una relación de confianza, una conjunción de intereses. Acude ocho veces a La Moncloa. Conoce a la mujer del presidente, a la que hay que fabricar una carrera profesional a la sombra del poder. Y después un rector accede. ¿Por qué no? Es La Moncloa, la erótica del poder, el figureo, y Sánchez es el ‘puto amo’. ¿Cómo negarse a semejante ofrecimiento? Hasta hay una funcionaria ‘ad hoc’ al servicio directo de Begoña Gómez para el incómodo papeleo de sus flirteos empresariales. Y de repente, más de 50 contratos públicos, 23 millones en ayudas, fondos europeos, empresas públicas al servicio de la causa, una cátedra financiada, un ‘software’ privatizado para monetizar…, viajes, relaciones, jet set, glamour. Es solo La Moncloa convertida en una ‘family office’ privada para la esposa del presidente con dinero público. Todo funciona. Todo fluye. El éxito. Todo recuerda demasiado a aquella vieja etapa de socialismo caviar y ‘beautiful’.
A Sánchez la unidad le produce erisipela… salvo que sea en torno a su figura. No hay unidad entorno siquiera a principios y valores que deberían ser inalterables. Por ejemplo, aquello de la‘tolerancia cero’ contra la corrupción
La secuencia es fangosa. Puede ser legal. O no. Lo que acredita en cualquier caso es que el listón de ejemplaridad y la aplicación de un criterio homogéneo de moral pública son despreciados en virtud de una sola cosa. El dinero. Y la respuesta oficial del PSOE es que tiene lógica que Sánchez se reúna con empresarios. «Que paren las rotativas», dijo ufana la portavoz socialista… Pero no por urgencia o ironía, sino como aviso para que se deje de informar sobre cualquier sospecha de corrupción.
Sánchez tiene suerte. Y aguante. Ha inoculado en la sociedad la idea de que quien denuncia tanta anomalía es un derechista peligroso al que el Estado tiene la obligación de acallar. Por el contrario, quien incurre en desviación de poder, quien absuelve a los corruptos de los ERE, o quien insiste en tesis golpistas en Cataluña, es un demócrata entregado al servicio del progreso. Sí, Sánchez tiene suerte. Se comporta teatralmente como una víctima. Tiene a un partido silente, acobardado y abducido que todo lo justifica y a todo es insensible. Tiene a sus socios, que callan contra la corrupción y ahora no piden ni una sola explicación porque tienen garantizado el aval de Sánchez para fabricar una pseudodemocracia. Hay quien le cree cuando acusa a los jueces de ‘lawfare’ contra su familia, y todo consiste en sobrevivir a lomos de un engaño masivo y amoral. Y tiene, por fin, este silencio de cementerio de una España enfundada en una camiseta roja que vibra con potras salvajes e ignora con desinterés y aburrimiento la podredumbre bajo las alfombras.
El listón de ejemplaridad y la aplicación de un criterio homogéneo de moral pública sondespreciados en virtud de una sola cosa. El dinero. Y la respuesta oficial del PSOE es que tienelógica que Sánchez se reúna con empresarios
Anomalía tras anomalía, indiferencia tras indiferencia, no pasa nada. La permisividad social sólo es equivalente a la indolencia pública, a la ausencia de élites que lideren un ‘basta ya’ colectivo, una indignación lógica, una presión para un relevo solvente y un muro contra la arrogancia de la mentira. Elites que lideren una defensa de la democracia frente al abuso, la lucha contra la indecencia y el final de un mutismo tan abúlico. La legitimidad de la figura del presidente del Gobierno se basa en lo que ocurrió hace un año, en aquella noche del 23 de julio, cuando dijo “somos más”. A partir de ahí, Sánchez ha consagrado la idea de que, por mera inferencia y en cascada, todo lo que se produzca desde ese momento lleva como capa un barniz de legitimidad. Es tanto como decir que la corrupción emana de las urnas, que es garantía legal de inmunidad, y que cualquier escándalo, aunque afecte sólo a la ética pública, es permisible porque viene avalado por el voto. La estructura mental de su concepción del poder continúa inalterable. Esa pulsión de poder es más potente que el Código Penal o que cualquier textura moral en el ejercicio del poder. Porque no pasa nada.
Pero, a ver, ¿quién no tiene una semanita tonta en su vida?