La exigencia de que en Cataluña el castellano sea también lengua de la enseñanza tiene un argumento irrebatible: ¿cómo es posible que alguien no pueda elegir la lengua oficial del Estado para educar a sus hijos? El argumento siempre estuvo ahí; si ahora se activa es porque tampoco el pacto de la Transición (delicada trama de ficciones) puede romperse por un solo lado.
Hace 30 años el argumento fue el mismo: no queremos que los escolares catalanes se separen en las aulas por razones de lengua. Hoy lo repiten para combatir la propuesta del opositor Rajoy. Es inconcebible que ese argumento sentimental pudiera plantearse, es inconcebible que alguien pudiera creerlo y es inconcebible que hayan vuelto a él. Para observar su carácter ficcional bastaba preguntarles a sus patrocinadores por qué se negaron a dividir las materias entre el catalán y el castellano: así los niños habrían permanecido en continua comunión y no es probable que la geografía o las matemáticas se quejaran de su suerte. Nunca tuvieron respuesta a esta pregunta y siguen sin tenerla porque su primer objetivo no era evitar la discriminación (presunta) de las personas, sino salvar la lengua. El argumento sentimental, caritativo, era y es una de las 100 prácticas semanales de la hipocresía socialdemócrata. Si me refiero a ella es porque la inmersión lingüística jamás podría haberse dado sin el asentimiento de la izquierda y es incuestionable que sólo la izquierda podría haber tenido éxito en la popularización de ese argumento, vamos a llamarle «social».
A principios de los años 80, un porcentaje muy exiguo de ciudadanos conocía de modo completo (comprensión, habla y escritura) la lengua catalana. La inmersión, aliada con la creación y desarrollo de TV3, ha sido un éxito y ese porcentaje ha aumentado de modo espectacular. Hoy en Cataluña cualquier alfabetizado lo es también en catalán. Y, desde luego, también en castellano: se trata de una lengua muy poderosa, de la lengua común de los españoles y de la lengua materna de la mitad de los ciudadanos catalanes; por si fuera poco, castellano y catalán son dos lenguas gemelas, dialecto una de la otra. Un cierto equilibrio se ha mantenido. Excepto en el establishment. Poco a poco los políticos catalanes han ido apartando al castellano de los ámbitos institucionales (pesadamente simbólicos), de la cordialidad pública, y han acabado tomando decisiones grotescas, como la aprobación del manual de uso lingüístico de los medios de comunicación, o claramente atentatorias contra la libertad, como las sanciones a los comercios. Una parte de la sociedad catalana se ha sentido humillada, y lo que tomó cuerpo político con Ciutadans ya forma parte destacada y novedosa del programa político del primer partido de la oposición: la exigencia de que el castellano sea también lengua de la enseñanza. El argumento que la sostiene es irrebatible: ¿cómo es posible que un ciudadano no pueda elegir la lengua oficial del Estado para educar a sus hijos?
El argumento siempre estuvo ahí. Si ahora se activa es porque tampoco el pacto de la Transición (una delicada trama de ficciones) puede romperse por un solo lado.
(Coda: «La introducción del español en la Cataluña moderna no requiere de muchas explicaciones». Juan Ramón Lodares, El paraíso políglota. Taurus, 2000)