MILAGROS DEL CORRAL / Asesora de organismos internacionales, ABC – 15/02/15
· Cabe suponer que parte de esa perentoria necesidad de emociones que nos invade deriva de un fuerte rechazo colectivo a los excesos del mercantilismo, a la sensación de que el mundo es una jungla en la que solo vale el “sálvese quien pueda” y a las disfunciones de los sistemas democráticos.
En los últimos tiempos vengo observando el vasto espacio que ocupan la emoción, los sentimientos y la pasión en la publicidad, pero también en artículos, reflexiones, reseñas culturales, métodos educativos y hasta estudios sobre gestión empresarial. Al parecer, afecta los comportamientos de los mercados de deuda y llega a colorear la acción política, siempre en busca de movilizar a las bases. La emoción está de moda y muchas veces aparece contrapuesta a la razón, al conocimiento, al pensamiento razonado y argumentado, transmitiendo la idea de que estos son viejos conceptos elitistas y carentes de empatía, dignos de verse relegados al baúl de los recuerdos. Los lectores aspiran a que una novela les emocione, a que los personajes les enamoren y, por persona interpuesta, despierten sus más oscuros sentimientos. Si el mensaje que transmiten es de carácter racional, la obra carece de interés, no vale la pena.
En el terreno audiovisual, los espectadores de cine y series buscan encontrar en el espectáculo situaciones extremas que disparen subidones de adrenalina o conmuevan su fibra más sensible, lo que explica el auge de los llamados «efectos especiales» que siempre encuentran su acomodo, vengan o no vengan a pelo. En realidad, casi siempre vienen porque a ellos tienen que someterse los guionistas, esa especie en peligro de extinción. Algo parecido sucede con los juegos digitales favoritos de los niños, ya «mordidos» por el poder de las emociones fuertes que tantas veces incitan a la crueldad… Los juegos buenistas no transmiten emoción y prácticamente han desaparecido del paisaje de las consolas por falta de mercado. El indiscutible éxito mundial del fútbol está igualmente basado en la emoción que suscita la identificación de los aficionados con su equipo. Si algo va a emocionarme, poco me importa el precio. Atenerse a razones es claudicar. Fuera de la emoción, no existen la pasión ni el placer, sólo la nada, el aburrimiento.
¿Y los políticos? Ellos también aprenden de las técnicas de la publicidad emocional, pero somos nosotros quienes criticamos a los que «no transmiten». No es que no transmitan, es que hablan en términos abstractos que no nos preocupamos en entender, en vez de despertar nuestras emociones, de besar a los niños, de abrazar a los ancianos, de saber pulsar nuestra fibra sensible. Poco nos importa que digan locuras o vaciedades, con tal de que lo hagan con la suficiente dosis de inteligencia emocional, ese don de «saber conectar». Conectar ¿con quién? No sé, simplemente «conectar», esa es la clave en «la sociedad del espectáculo», concepto acuñado por el filósofo francés Guy Debord allá por 1967 (edición española Pre-Textos, 2005) posteriormente revisitado por el maestro Vargas Llosa en su ensayo titulado «La civilización del espectáculo» (Alfaguara, 2012).
En las encuestas, esa brújula indispensable para los políticos, priman los carismáticos, los que saben conmovernos. En otras palabras, los que nos emocionan. ¡Quién hubiera supuesto hace algún tiempo que el primer ministro del Reino Unido, ante el riesgo secesionista de Escocia, hubiese expresado su preocupación alegando con mirada húmeda que «si el Reino Unido se rompe, a mí se me romperá el corazón», «que la independencia no será una separación, será un divorcio doloroso», para concluir rogando: «¡Por favor, por favor, quédense con nosotros!». Difícil de imaginar algo así en boca de Churchill o de Margaret Thatcher. Ahora es lo que hay. El conocimiento, la preparación, la experiencia y los argumentos razonados no sirven de nada, o de muy poco. Ya no se busca el razonamiento, sino el sentimiento, y las lágrimas de un político tienen su morbo, hacen vender a los medios y generan revuelo en las redes sociales. Gusta que los políticos también lloren, como lloramos nosotros los mortales. El autocontrol de los sentimientos, antes esperable de un líder, no inspira seguridad ni genera esperanza de estar en buenas manos. Al contrario. Se interpreta como frialdad, lejanía, falta de empatía. «No nos representan». La apelación a los sentimientos y emociones resulta también un recurso ampliamente utilizado por políticos populistas proclives al racismo, a la xenofobia, al fanatismo religioso o a nacionalismos radicalizados que erróneamente creíamos trasnochados y ahora vemos crecer como setas.
Observen que el concepto mismo que sirvió de base a la creación de la Unión Europea parece cuestionable, también por tratarse de una construcción intelectual basada en la experiencia y en la razón, pero incapaz de suscitar emociones en los ciudadanos. También los conflictos bélicos más difíciles de resolver son precisamente aquellos en los que los contendientes no responden a argumentos razonados, sino que se mueven por viejas emociones exacerbadas.
Cabe suponer que parte de esa perentoria necesidad de emociones que nos invade deriva de un fuerte rechazo colectivo a los excesos del mercantilismo, a la sensación de que el mundo es una jungla en la que solo vale el «sálvese quien pueda» y a las disfunciones de los sistemas democráticos. A veces me pregunto qué pensarían de todo esto los padres de la democracia en tiempos de Pericles si levantaran la cabeza… o Platón o Aristóteles, que todo lo basaban en el conocimiento y la experiencia, tan racionalistas ellos.
Ni lo uno ni lo otro, nos dice la ciencia. Ya lo apuntaba así Jean Didier Vincent, reputado neurobiólogo francés, en su interesante Biologiedes passions (París, Odile Jacob, 1994) de recomendable lectura. Por su parte, Antonio Damasio, gran estudioso del cerebro humano y del origen de los sentimientos, premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2005, insiste en la conveniencia del «equilibrio entre los hechos y el conocimiento, y las emociones y los sentimientos. Todos están íntimamente ligados, pues somos seres humanos con cerebros dentro de un cuerpo motivado… La emoción precede a la razón. Una de las deducciones objetivas es que la emoción no es esencialmente algo malo, al contrario. Si es positiva, puede transmitir energía. Pero si la emoción es rabia o miedo, será muy negativa». (Entrevista publicada en la revista Executive Excellence Nº 85, octubre 2011).
El equilibrio, esa es la clave, como en tantas otras cuestiones. Y qué difícil es encontrar ese punto equidistante cuando la emoción nos es innata, mientras que la razón exige esfuerzo, reflexión, conocimiento, experiencia… En un mundo dominado por la efímera circulación de gigas de información que obligan a una lectura epidérmica, y dada nuestra natural tendencia a optar por las soluciones de facilidad, el cultivo interesado de las emociones como efecto tractor de la opinión pública lleva todas las de ganar. Las emociones han dejado de florecer en el jardín privado de cada uno. Ahora son públicas y forman parte de estrategias de mercadotecnia. «Ven al mundo de las emociones», «Dale rienda suelta a tus sentidos», «Pasión por la pasta», «Porque tú lo vales»… Lo estamos viendo también a lo largo del proceso de Cataluña. Artur Mas no ha llorado en público todavía, pero está haciendo todo lo posible por pasar a la historia como mártir de la incomprensión de los demás, fuerte carga emotiva que, supongo, le conforta. Así entraron en la historia Indíbil y Mandonio y sus gestas llegaron hasta nosotros a pesar de que datan del año 218 a. C. Ese es su modelo.
MILAGROS DEL CORRAL / Asesora de organismos internacionales, ABC – 15/02/15