MANUEL MONTERO, EL CORREO – 03/05/14
· No se añora una mejoría de toda la sociedad, en la que los unos y otros se felicitasen de los logros compartidos, sino la derrota de los otros.
Suele horrorizar la idea de que en el País Vasco se produce un empate y de que este, que viene de atrás, quizás se prolongue, no ya por los siglos de los siglos, sino un rato más. Al menos, la perspectiva les espantaba a quienes hace unos doce años estrenaron la metáfora. «¿Estamos condenados al empate infinito?», «continúa el empate infinito». La idea de la condena es un juicio de valor, como si empatar fuera algo execrable y el infinito un estigma que más nos valdría quitar. Ahora Duran i Lleida clama contra «el empate infinito» en la cuestión catalana. No gusta la idea.
El término ‘empate’ tiene resonancias entre deportivas y militares. Resulta antagónico a victoria, pues al añorar el fin del empate se desea que se deshaga con el triunfo de los propios sobre la otra parte, cuya existencia provoca la anomalía de que estemos empantanados. Victoria en vez de empate, tal es la alternativa en este esquema. No añora una mejoría de toda la sociedad, en la que los unos y otros se felicitasen de los logros compartidos, sino la derrota de los otros. La imagen de que avanzaremos hacia la felicidad cuando un sector de la sociedad doble la rodilla y la otra liquide victoriosamente el empate sempiterno resulta pintoresca.
Probablemente este concepto de empate viene del deporte, por la imagen tediosa del partido que no se resuelve nunca. Sin embargo, en las competiciones deportivas el empate es una anomalía, reservada al fútbol, a las tablas del ajedrez, a los combates nulos del boxeo y a las contadísimas ocasiones en que dos ciclistas llegan ex aequo (y la tecnología ha desarrollado virguerías para evitarlo, con fotos finish cada vez más sofisticadas). En el deporte las reglas se han ido modificando para evitar el empate, con la principal excepción del fútbol. En el juego se trata de saber quién gana y quién pierde.
Pero en esto el deporte no es reflejo de la vida. Lo habitual en las sociedades es el equilibrio, no el triunfo de una de las partes que hunde a la otra o ésta desaparece por consunción o por políticas diseñadas al efecto: esos desenlaces no se suelen dar en las sociedades normales, que suelen tender a la estabilidad y no al sobresalto. Los furores catalanes del día son rareza y no norma, más chocante aún por producirse en una sociedad acomodada, en la que por lo común los sectores pudientes suelen ‘soportar’ a los más bajos, no pegarles patadas (el independentismo arraiga con más fuerza en las clases medias ‘oriundas’ que en las provenientes de la inmigración, a las que considera caballo de Troya, ámbito políticamente a relegar y en esta coyuntura el enemigo interior).
Ni siquiera las tareas militares suelen realizarse por lo común para romper los empates. Los ejércitos se preparan para la victoria, por si llega la guerra, pero la mayor parte de sus esfuerzos busca mantener los equilibrios, sostener las posiciones. Cuando llega la agresividad y busca romper el empate se entiende que algo ha fallado, pues las sociedades civilizadas no suelen querer guerras ni, en general, defenestrar al vecino, ni siquiera llevarse mal.
El repudio al ‘empate infinito’ viene en el País Vasco de la parte nacionalista, cuyo sentido último es romperlo. En este esquema el aborrecido empate consiste en que el peso de los no nacionalistas impide que la relación de fuerzas se desequilibre y lleguen cambios políticos estructurales, que se puedan interpretar como victoria.
La queja por el empate perpetuo es ventajista. Ni por asomo consideraría deseable que se rompiese por el otro lado y que las posiciones nacionalistas quedaran derrotadas. Su juego no es ganar o perder, como sugeriría el rechazo al equilibrio, sino sólo ganar, pues el empate se considera logro mínimo pero definitivo, aunque insuficiente.
La abominación del empate infinito concibe la vida social en el País Vasco como un combate cuyo ideal es romper los consensos, acabar con cualquier equilibrio y lograr la preeminencia. De ahí que la prioridad nacionalista no sea buscar la convivencia entre los vascos, conjugar las distintas sensibilidades y permitir que todas tengan capacidad de desarrollarse sin trabas. Su sociedad vasca utópica no prima la diversidad y la concordia, sino el desenvolvimiento de postulados identitarios, que son nociones de parte. No que cada cual pueda desarrollar su identidad, si cree que la tiene y le da alguna importancia, sino que sólo puede prevalecer una, la que entiende como legítima e imagina un deber para todos, no sólo para los suyos.
La búsqueda de la victoria para acabar con el empate da un aspecto peculiar a la política vasca, que parece moverse siempre en torno a decisiones transcendentales. No suele discutirse en torno a lo mejor, ni siquiera sobre lo conveniente, sino sobre decisiones radicales. «Un paso adelante» (por lo común irreversible) constituye uno de los latiguillos sobre los que se construye el discurso público vasco. Subyace la idea de que Euskadi/Euskal Herria ha de seguir un camino ideológicamente prefijado, de índole metahistórico, y que la misión de nuestra generación no es otra que seguirlo, adelante, siempre adelante, para no quedar atrapados en el empate. Beti aurrera.
Lo del ‘empate infinito’ se presenta como una especie de maldición. Por lo del empate y porque la infinitud sugiere que no existe el camino providencial de la liberación identitaria. No suele imaginarse que el empate, punto de partida, pueda serlo de llegada. Tampoco que no haría faltar librar un partido, mucho menos una lucha encarnizada, pues no se vive tan mal primando la convivencia.
MANUEL MONTERO, EL CORREO – 03/05/14