Ignacio Camacho-ABC
- Nos hemos acostumbrado a ver la guerra de Ucrania como un fenómeno lejano que va perdiendo audiencia en los telediarios
Pues llegó, y pasó, el Día de la Victoria y Putin no ha ganado nada. No tenía nada que celebrar más allá de la propaganda. Ni siquiera fue demasiado triunfalista en el discurso, más justificativo que otra cosa y más dedicado a glosar el esfuerzo bélico que a colgarse galones de gloria, como si de algún modo reconociese que la resistencia ucraniana ha complicado su estrategia invasora. Había pocas medallas que prenderse y escasa euforia con la que motivar a sus compatriotas tras haberles prometido una operación rápida, brillante y corta. La principal conclusión de los analistas consiste en que la guerra -que el autócrata nunca llama por su nombre- va para largo, que el plan de conquista fulminante se ha enquistado y que el Kremlin prepara a su nación para un conflicto de meses o incluso de años, con el consiguiente coste económico y humano. No hubo alusiones a un incremento de la escala armada de la ofensiva, esa amenaza recurrente adobada con advertencias apocalípticas, pero tampoco ninguna disposición a negociar una salida. El argumentario esencial sigue siendo el mismo: que Rusia se ha visto obligada al ejercicio de su derecho legítimo a responder contra la ocupación occidental de sus territorios fronterizos y que Ucrania es un nido de nazis que pedían a gritos un escarmiento capaz de ponerlos en su sitio. El desfile fue convencional en armamento y moderado en efectivos porque a estas alturas quizá no sobren recursos militares para exhibirlos.Para los que no sufrimos el espanto de los bombardeos ni tenemos que jugarnos la vida cada vez que salimos a cielo abierto es fácil examinar los acontecimientos como quien comenta lo que sucede en un terreno de juego y señala cómodamente si un bando está ganando o perdiendo. No nos quedamos sin hogar, nuestros hijos van al colegio sin riesgo y sobre todo no ponemos los muertos. Todo lo más nos preocupamos por el efecto de la tragedia en el alza de precios. Sin embargo allí, sobre el terreno, se muere y se mata a destajo, la población civil huye en masa y los soldados (de ambos ejércitos) viven un horror cotidiano cuyos detalles sobrepasan los del más feroz relato imaginario. No es una película. Se trata de una masacre real, que ocurre como quien dice ahí al lado, y nos estamos acostumbrando a verla como un fenómeno lejano que al cabo de dos meses ha perdido audiencia en los telediarios. Incluso hay ciertos signos de grietas incipientes en la unidad de los socios atlánticos, fruto del miedo a las consecuencias energéticas y comerciales y de un incipiente cansancio. Y ayer el responsable de esa catástrofe anunció tan pancho su intención de seguir adelante mientras los ucranianos se defienden a cara de perro en campos, puertos y ciudades, casa por casa y calle por calle. La paz siempre es un deseo encomiable pero ningún europeo con principios morales puede conformarse con un empate.