Uno de los ensayos más celebrados y controvertidos de Diderot es La paradoja del comediante. Yo lo traduje hace muchos años, en otra vida, y me ha gustado, casi conmovido, reencontrarme con él sobre el escenario de la simpática sala OFF de La Latina, en adaptación dramática realizada —muy bien, por cierto— por la Gente del Entresol. La tesis de Diderot es conocida y, bien mirado, obvia: el gran actor no es el que más siente sino el que conserva la cabeza fría y sabe imitar mejor el sentimiento. El apasionado se atropella y carece de matices: el fingidor los tiene todos y los administra como conviene. El comediante no debe contagiar el horror y la hilaridad, sino provocarlos en el espectador con sabio trucaje. “Hipocresía” viene de la voz griega que significa “actuar” en escena.
Esta reflexión ilustrada no sólo sirve para el teatro, sino también para la política. Los que quieren entusiasmar o indignar al pueblo deben conocer bien la retórica de las pasiones (como Marco Antonio en Julio César de Shakespeare), no padecerlas. De modo que echar en falta la empatía en asuntos gubernamentales no significa una carencia cordial sino racional. Ciertos políticos reclaman empatía como quien pide otra ronda para todos a fin de acabar con la gresca que ha surgido en el bar. Cuando estén todos borrachos, lograremos tenerlos contentos. Distinguir los derechos y deberes que están en juego es complicado y finalmente la deliberación del que manda deja descontentos, porque todo el mundo puede tener motivos sentimentales pero no todos tienen razón. Así que evitemos disgustos, llenemos de nuevo las copas y entonemos a coro algún estribillo nostálgico. Hace tiempo, José Antonio Marina me comentó que, según los estudiosos, el gremio más pródigo en empatía es el de los estafadores.