David Vallespín Pérez-El País
El nuevo modelo autonómico requiere complicidad y cooperación entre comunidades
Cualquier intento de construcción razonable de un nuevo marco territorial en nuestra Constitución, lejos de posicionamientos unilaterales tendrá que pasar por la consecución, fruto del diálogo, del máximo consenso posible. Hay que partir de un principio de “empatía interterritorial” que nos permita, dentro de un proyecto compartido y presidido por la lealtad, no solo defender lo que se entiende como justo para una comunidad autónoma, sino también comprender y, en su caso, aceptar, lo que lo pueda serlo para las otras. Sin la complicidad y cooperación de todas, cualquier intento de resolver un problema puede verse reducido a una simple y buena intención condenada al fracaso y, en consecuencia, generadora de una nueva frustración, cuando no conflicto.
Debemos ser capaces de diseñar un nuevo modelo territorial, acompañado de un nuevo sistema de financiación autonómica, que nos permita conseguir que todas las comunidades sean tratadas, como se merecen, dentro de una España adaptada a los nuevos tiempos y circunstancias. Si Cataluña, lejos de vías unilaterales, sabe ponerse en el lugar de los otros; y las otras comunidades son capaces de entender, en paralelo, lo que muchos catalanes podemos sentir, será mucho más fácil explicar, objetivamente, sin renunciar a unas líneas generales comunes y armónicas, los hechos diferenciales que son propios de cada territorio.
Si es factible una hipotética quita de la deuda de las comunidades autónomas, cualquier propuesta que se pueda plantear deberá tener presente que, de una u otra forma, deberá afectar, en positivo, a todos los territorios. Y a la hora de diseñar un nuevo sistema de financiación autonómica habrá que hacer compatible la toma en consideración, en forma equitativa, de criterios a primera vista antagónicos, como los relativos al volumen de población (que pueden interesar a Madrid o Cataluña) o bien al coste real de los servicios públicos a financiar por cada comunidad en función de su orografía o dispersión de sus núcleos de población (lo cual será puesto sobre la mesa, a buen seguro, entre otras, por Andalucía, Cantabria, Extremadura o Castilla-La Mancha).
Esta “cuadratura del círculo” solo podrá llegar a buen puerto mediante concesiones recíprocas entre los diferentes intereses de cada territorio. El Estado deberá asumir, de una vez por todas, que son las comunidades las que gestionan gastos crecientes, como los relativos a sanidad, educación o protección social. Y las comunidades, fruto del principio de empatía interterritorial, deberán pensar, superando cualquier tentación egoísta, en alcanzar un beneficio común e igualitario para toda la ciudadanía como así exige una correcta comprensión e implementación del Estado del bienestar.
Si la reforma se afronta con sensatez por todos, sobre la base de las conclusiones del informe emitido en mayo de 2017 por la comisión de expertos para la revisión del Modelo de Financiación Autonómica, no debiera haber ningún obstáculo, además, para poder poner sobre la mesa, con justificaciones más que razonables y legítimas, diferentes temas a debate. En el caso catalán, por ejemplo, el diálogo, desde el respeto constitucional, sobre gran parte del listado de reivindicaciones que el propio Gobierno de Cataluña presentó al Gobierno español en abril de 2016; las inversiones en infraestructuras estratégicas; el reconocimiento de la lengua, la cultura y los símbolos de Cataluña; o la consolidación y protección de muchas conquistas sociales que hoy, fruto de ciertas políticas, de aquí y de allí, están en grave riesgo e involución.
La solución a la insuficiencia económica de las comunidades de régimen común en un momento como el actual, en que su cartera de servicios no se ha reducido y el envejecimiento de la población presiona al alza, no puede pasar tanto por un trasvase de recaudación del nivel central al autonómico (no se trata de vestir a un santo para desvestir a otro), sino más bien por un incremento de la capacidad global de recaudación del sistema tributario, una mayor autonomía fiscal de las diferentes comunidades, la lucha contra el fraude fiscal y el impulso a los tributos medioambientales. Y todo ello no puede esperar mucho más, ni aplazarse hasta el 2019, así como tampoco venir condicionado a ciertos chantajes referidos a la presión para la aprobación presupuestaria, a la comodidad de aquellas otras comunidades de régimen foral que ya han negociado lo suyo, o a los intereses electorales, a corto plazo, de unos y otros.
David Vallespín Pérez es catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Barcelona.