KEPA AULESTIA, EL CORREO – 21/06/14
· Felipe VI no vería más comprometido su reinado por la desafección de catalanes y vascos que por excederse en sus atribuciones para evitarla.
El lehendakari Urkullu declaró ayer que «ha empezado un nuevo tiempo pero aun no tenemos noticias de cambio»; en lo referente «al modelo de Estado» seguimos como la víspera de la proclamación de Felipe VI. Artur Mas se refirió al pulso que la Generalitat mantiene con el Gobierno Rajoy mostrando su confianza en que el nuevo Rey mediará o arbitrará en el conflicto. Desde la Transición las formaciones nacionalistas con responsabilidades de gobierno han buscado en la Corona el amparo o incluso la complicidad a favor de aquellas aspiraciones que no encontraban el eco deseado en las demás instituciones del Estado. Pero la Monarquía no puede brindarles una interlocución singular y ajena al ámbito en el que se da, se frustra o se niega el diálogo político.
Aun sin ninguna convicción prosiguen en el empeño por dos motivos: porque la comunicación con el Rey o, en su defecto, emplazarlo públicamente es un gran amplificador para sus demandas y porque denunciando el inmovilismo de la Monarquía acaban facturando a la Jefatura de Estado los costes derivados de las desavenencias partidarias en torno al desgajamiento del sujeto de decisión y a una nueva actualización de los derechos históricos. Al Rey se le coloca ante la tesitura de actuar más allá de sus atribuciones constitucionales para que pueda evocar la máxima de Juan Carlos I, de ser el Monarca de todos los españoles.
La pasada semana el lehendakari Urkullu anunció que acudiría al acto de proclamación de Felipe VI desde una posición «crítica y constructiva» y con el objetivo de «significar la necesidad de un nuevo modelo de Estado». En el emplazamiento público al Rey flota la idea de una ‘segunda Transición’, aunque menos drástica que la que propugna EH Bildu. Un proceso que sea capaz de integrar a quienes en 1978 quedaron fuera del consenso constitucional y del estatutario en Euskadi. Y que permita identificar plenamente con las instituciones a ese 60% de vascos o catalanes que nacieron ciudadanos con la democracia.
Una ‘segunda Transición’ que para el nacionalismo no rupturista debería extenderse al conjunto de España solo para fijar una cláusula pactada de desenganche. Pero para todo ello el nacionalismo gobernante –que hoy lo es todo el nacionalismo– debería clarificar si –bien sea en el ‘nuevo estatus’ vasco bien para la legalización del referéndum catalán– contempla una Monarquía que pudiera ostentar una mayor iniciativa política.
El independentismo escocés ha querido acotar la creación de un Estado propio manteniéndose dentro de la Corona, porque también es escocesa. No es imaginable que el nacionalismo convergente recurra a emular esa fórmula en torno al Principado de Girona, por ejemplo, o que el vasco promueva que el Rey de España se desdoble como Señor de Bizkaia. Ni hay una referencia histórica próxima distinta al carlismo, ni el hecho de que la restauración monárquica precediera a la democracia permitiría siquiera una solución de conveniencia. Sería una aberración procurar un mayor nivel de autogobierno a cuenta de una involución en términos constitucionales que dotase a la Corona de más competencias.
¿Puede ser el Rey más autonomista que la mayoría de gobierno que en cada momento surja de las Cortes Generales? Hoy y según la Constitución no, en ningún caso. Claro que puede mostrarse más atento o simpático que el Presidente del Gobierno, o leer frases más amables que las que contenga una sentencia dada del TC. ¿Y podría operar activamente para mantener a las nacionalidades históricas dentro de la España constitucional? Sin duda dependerá de éstas. En realidad el Rey podría escuchar lo que se le diga, pero sin expresar su parecer, por ejemplo, respecto a una posible fórmula para dar visos de legalidad a la consulta del soberanismo catalán.
Ocurre además que, si nos atenemos a la letra del artículo 56.1 de la Constitución, el Rey «arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones». Es decir, su tarea de arbitraje y moderación alcanza también a las instituciones de Euskadi y a las de la Generalitat. De modo que al recabar un concurso más activo de Felipe VI podrían verse interpeladas, cuando menos, a esforzarse por continuar dentro de la España constitucional. Imaginemos por un momento que el nuevo Rey responde a los emplazamientos nacionalistas, sugiriendo a Mas que para conciliar posturas renuncie a la consulta del 9 de noviembre sin obligar a los poderes del Estado a invalidarla, o comentando a Urkullu que el futuro del autogobierno vasco debería ceñirse a las cláusulas de reforma que contemplan la Constitución y el propio Estatuto. Su proactividad sería inmediatamente denunciada por el soberanismo.
El Rey y la Monarquía son la representación de España, hacia fuera y hacia dentro del país. Aunque su papel al respecto del autogobierno se limite a sancionar las leyes, él y la Institución encarnan la unidad de España. Ahí está el problema de la mediación que se le requiere por parte del nacionalismo. La Monarquía es útil para dar realce a inauguraciones y clausuras también en Euskadi. Como lo fue para proyectar una imagen de permanencia de la Catalunya de Pujol en España. Pero dado que su utilidad como palanca para remover los cimientos del Estado constitucional está más que en entredicho, se anuncia una doble incógnita a modo de desafío.
Si Mas y Urkullu precisarán de Felipe VI para hacerse valer, aunque sea como anfitriones de la Monarquía, frente a la amenaza de desengancharse antes de la Corona que del Estado. Y si Felipe VI vería más comprometido su reinado por la desafección catalana y vasca que por excederse en sus atribuciones para evitarla.
KEPA AULESTIA, EL CORREO – 21/06/14