Javier Zarzalejos, EL CORREO, 9/9/12
Los opinadores más partidarios, que insisten en hacer de Obama un portento inefable de la historia de la humanidad, reprochan a los republicanos su insistencia en sacar partido de la decepción que la gestión del presidente ha producido
La brillante puesta en escena de la convención demócrata que ha nominado formalmente a Barack Obama como candidato a la reelección habrá apaciguado la inquietud de muchos de sus acérrimos partidarios. Las convenciones de los grandes partidos norteamericanos siempre generan un pico de popularidad que, en este caso, parece situar la campaña de Obama en una senda más despejada. Porque, si se recuerda la divinización del personaje hace ahora cuatro años, resulta desconcertante que un candidato como Mitt Romney, de un partido como el republicano, que no ha tenido una vida especialmente pacífica desde que perdió la Casa Blanca, esté poniendo en tales aprietos a Obama.
Los opinadores más partidarios, que insisten en hacer de Obama un portento inefable de la historia de la humanidad, reprochan a los republicanos sus insistencia en sacar partido de la decepción que la gestión del presidente ha producido en una amplia masa de votantes no comprometidos pero también en bastantes de los que fueron sus más rendidos admiradores. Pero si hay alguien que no puede quejarse de la severidad con que sea enjuiciado es precisamente Barack Obama. El rasero para juzgarle no puede ser otro que las expectativas que se encargó de alimentar.
Y en este punto, el pliego de cargos políticos al que tiene que hacer frente Obama no es pequeño. Su antecesor, George W. Bush, fue sometido a una causa política implacable que marcaría, por contraste, la presidencia de Obama. Además de Irak y Afganistán, estaban Guantánamo, el cambio climático, la lucha contra la pobreza, la Corte Penal Internacional, las relaciones con Europa, la apertura comercial, las libertades públicas y la legislación antiterrorista (‘Patriot Act’), por señalar las cuestiones señeras en la que se manifestaba la maldad intrínseca del último presidente republicano.
Lo cierto es que en ninguno de estos ámbitos Obama puede arrogarse éxitos especiales. Más bien todo lo contrario. El centro de detención de Guantánamo –cuyo cierre inmediato fue uno de sus compromisos más llamativos– sigue abierto y se han mantenido las comisiones militares para juzgar a los detenidos allí. En la lucha contra el terrorismo yihadista, mientras de cara a la galería se hablaba de superar el ‘modelo militar’, se han multiplicado exponencialmente las acciones con aviones no tripulados –eso que cuando lo hacen los israelíes se denominan ‘asesinatos selectivos’– y se ha ido tejiendo un nuevo despliegue para contener la presión de los grupos yihadistas en África y escenarios como Yemen. Y bien hecho, por cierto. En Irak, Obama se situó a rebufo del ‘surge’, el esfuerzo militar de estabilización dirigido con éxito por el general Petreus en los dos últimos años de la administración Bush, para capitalizar una retirada que ya estaba acordada con las autoridades iraquíes. Afganistán ha visto cómo la fuerza internacional se deshilachaba con sucesivos anuncios de retirada de sus miembros mientras la administración del conflicto no permite albergar expectativas ni siquiera modestas en el éxito final del empeño. La evolución de lo que ya apenas puede llamarse ‘primavera’ árabe no ha contribuido a fortalecer la posición de Obama. Como señalaba recientemente el analista de ‘The Wall Street Journal’ Bret Stephens, según los últimos estudios del Pew Institute –los mismos estudios que se esgrimían para probar el fracaso de la imagen de EE UU bajo la anterior administración– George Bush en el último año de su mandato superaba en popularidad en Egipto a Barack Obama.
No hay noticias de que Estados Unidos se vaya a incorporar a la jurisdicción de la Corte Penal Internacional –una carencia que indignaba especialmente a la conciencia progresista internacional– ni, que se sepa, Obama ha derogado la ‘Patriot Act’ que estableció nuevas habilitaciones para los cuerpos y agencias de seguridad estadounidenses en la lucha contra el terrorismo. Obama no ha suscrito un solo tratado, convenio, acuerdo ni instrumento internacional de ninguna clase que establezca compromisos jurídicamente vinculantes frente al cambio climático y su posición al respecto quedó clara –dolorosamente clara para Europa– cuando en la cumbre de Copenhague ignoró a la UE para dar un bajonazo a la negociación con un no-acuerdo separado con países tan poco ejemplares en materia de emisiones como China e India. A mayor abundamiento, su administración está en proceso de autorizar prospecciones en Alaska. El interés perfectamente descriptible de Obama por Europa lo comprobamos con su ausencia en el semestre de presidencia española. Ha ofrecido ya pruebas suficientes de que Europa constituye un pasado y una narrativa que le dice muy poco.
Es cierto, ha sacado adelante una reforma sanitaria, a la que el Tribunal Supremo ha dado luz verde alegando el poder federal para establecer impuestos, y, aun así, los amplios sectores de la sociedad americana siguen rechazándola. Tiene gracia que la forma de neutralizar a los republicanos en este asunto sea la de recordar que esta reforma es hermana de la que Romney estableció durante su mandato como gobernador de Massachussets. Quién podía imaginarse que los principales éxitos internacionales de Obama hayan sido la eliminación de Osama Bin Laden y el derrocamiento de Gadafi, un abierto ejercicio de cambio de régimen con un más que débil amparo de la ONU autorizando una simple zona de exclusión aérea. Ya se lo advirtió Hillary Clinton: es la prosa del Gobierno.
Javier Zarzalejos, EL CORREO, 9/9/12