José Luis Zubizarreta-El Correo
Los servicios sociales, entre los que están las residencias, han de tener la dignidad y consideración de los otros tres pilares que sostienen el Estado de Bienestar
El abultado número de ancianos que han muerto en las residencias a causa de la Covid-19 es, quizá, el hecho más estremecedor de esta aún no superada pandemia. No parece que la especial vulnerabilidad del colectivo sea la única razón que lo explique. Se impone indagar también en la situación y en la gestión de los centros para dar con otras causas que aclaren lo ocurrido y ayuden a prevenir su repetición. De entre los métodos de indagación, habrá que expurgar, sin embargo, los más equivocados. El primero de todos, el que se sigue en Madrid, donde se ha entablado una batalla que, aparte de fomentar la ya insoportable judicialización de la política y la polarización del país, nada promete aportar a la explicación del pasado y la prevención del futuro.
Aquel ‘Madrid, rompeolas de todas las Españas’, que describiera Machado, ha devenido hoy, en lo que a la política se refiere, en albañal de todas sus inmundicias. En nuestro caso, basta ver qué antagonistas se enfrentan en esta pelea -el vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, y la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso- para percatarse de qué es lo que en ella se ventila. Ni decirlo quiero. Pero, por si las personas no fueran lo suficientemente significativas de lo que se dirime, mírense las armas que esgrimen. A la supuesta desidia en la gestión de las residencias de ancianos por la Comunidad de Madrid se le opone la presunta actitud de pasividad que el Gobierno central adoptó en la marcha del 8-M. Nos encontramos, pues, una vez más, con una variante del ‘y tú más’ o el ‘mira que tú’, en la que un mal compensa el otro y el juego termina en tablas. De este enfrentamiento, nada que no sea sectarización de la política, los medios de comunicación y la propia ciudadanía saldrá ganador. No habrá conclusión que ayude a entender lo ocurrido y a impedir que vuelva a ocurrir.
Pero esta batalla no es sólo cainita e inútil. Es, sobre todo, perjudicial para el fin que ha de perseguirse. La focalización en la Comunidad de Madrid no permite alzar la vista para ver que el problema de las residencias afecta a todo el país. Ayuda, más bien, a que las demás comunidades oculten sus propias miserias. Ninguna de ellas se ha librado, en efecto, del drama y muchas se han guiado por los mismos protocolos. Al igual que, por cierto, las manifestaciones feministas del 8-M recorrieron toda España. No basta tampoco, volviendo a las residencias, la facilona distinción entre lo público y lo privado. El problema es más profundo. Hay comunidades en las que los ancianos muertos en residencias públicas superan a los de las privadas. Y hay tantas privadas como públicas que pueden exhibir certificados de buena -o mala- gestión. En todo caso, no es el «desmesurado afán de lucro» el motivo único, ni siquiera el principal, de lo ocurrido.
Cuando comenzó el proceso democrático, lo que hoy denominamos residencias se llamaban en muchas de nuestras ciudades asilos u hospitales. Algunas incluso Casas de Misericordia. El nombre basta para hacerse una idea del estado en que se hallaban. La falta de recursos materiales y de personal adecuado era la regla. A los ayuntamientos ha de reconocérseles, más que a ninguna otra instancia, la mejora de sus instalaciones físicas. Pero lo que ni ellos ni otros organismos lograron es integrarlas en algo que pueda considerarse un ‘sistema’. Siguen sin pautas claras de actuación, controles reglados, asesoramiento profesional y, por supuesto, suficiencia de financiación y de personal bien formado. El voluntarismo, junto con el amateurismo, suple con frecuencia la falta de un sistema estructurado.
De hecho, más allá de las residencias, gran parte del problema radica en el desbarajuste normativo y funcional que aún reina en eso que se llama el ‘cuarto pilar’ del Estado de Bienestar o los servicios sociales, en el que aquellas se hallan insertas. Valga la Ley de Dependencia, tan mal diseñada como peor ejecutada, de paradigma del desconcierto que sufre este sector en todo nuestro país. No hemos recortado la ventaja que, en éste como en otros terrenos, empezaron a sacarnos, tras la II Guerra Mundial, los países de Europa occidental. Pues bien, es este ‘cuarto pilar’ el que ha de reforzarse o refundarse hasta que adquiera carácter de ‘sistema’ y pueda relacionarse e incluso competir, en autoestima y consideración política y social, con los otros tres que, junto con él, integran el Estado de Bienestar: la Sanidad, la Educación y la Seguridad Social. Y, si no se hace, cuando llegue la próxima pandemia, volveremos a escandalizarnos al ver cómo caen los ancianos, residentes o no, que hayan sobrevivido a la presente.