- Sin un adecuado soporte farmacológico no hay cristiano que aguante vivir en un país gobernado por un sujeto de las características clínicas de semejante enamorado
Aunque Carles Puigdemont nunca ha actuado dentro de los límites marcados por el pensamiento racional, su número del pasado jueves en Barcelona resulta de imposible comprensión incluso desde sus propios planteamientos y objetivos políticos. Su plan, reiteradamente anunciado para general conocimiento del público, de los medios de comunicación patrios, del ministerio del Interior, de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, de la policía autonómica, de los jueces, de los corresponsales extranjeros y demás partes interesadas, parecía consistir en lo siguiente: el prófugo llegaría a Barcelona clandestinamente, haría su aparición en olor de multitud, se colaría en el Parlament protegido por una masa enfervorizada y rodeado de diputados de Junts incluyendo al presidente de la Cámara catalana, lo que haría imposible su detención y, una vez dentro del hemiciclo, tomaría la palabra en nombre de su grupo con un discurso incendiario que reventaría la investidura para a continuación ser arrestado y hacerla imposible en el futuro porque a ver quién sería el guapo en Esquerra Republicana y en los Comunes capaz de apoyar como presidente de la Generalitat a un miembro del partido que habría metido entre rejas al mártir contemporáneo del independentismo, al Lluís Companys del siglo XXI. Este programa tenía toda la lógica a partir de la necesidad de Puigdemont de barrar a toda costa el camino del PSC hacia el Palau de la Plaza de San Jaime.
Pues bien, nada de eso. Tras una fugaz aparición a la sombra del Arco de Triunfo -curiosa paradoja escénica- y la regurgitación de un discurso de ínfima calidad oratoria, el exiliado de Waterloo se esfumó como por ensalmo y no honró a la asamblea del Parc de la Ciutadella con su ígnea presencia ni se prestó a ser esposado. Lejos de tales hazañas, volvió a fugarse esquivamente y si te he visto no me acuerdo. Como era de esperar, en ausencia del protagonista de la jornada, la sesión plenaria transcurrió sin incidentes dignos de mención y Salvador Illa fue investido entre aplausos y parabienes de los que le habían votado y la resignación fatigada de sus oponentes. La explicación de tan sorprendente comportamiento no es evidente en absoluto. Dado que no tiene justificación en términos lógicos, habrá que buscarlos en los emocionales.
Este episodio esperpéntico demuestra una vez más que este delincuente no puede desempeñar ningún cargo de responsabilidad no ya por secesionista, sino por mentalmente inestable
A mí, fuentes en principio solventes del interior de Junts, me dicen que Puigdemont experimentó en el último minuto un ataque de pánico ante la perspectiva de ir a la cárcel y cambió de opinión decidiendo súbitamente repetir la poco edificante maniobra de poner pies en polvorosa. Es obvio, por otra parte, que gozó permanentemente durante su breve incursión en España de la connivencia, cuando no de la protección, de las autoridades encargadas de su detención, tanto estatales como autonómicas. Este episodio esperpéntico demuestra una vez más que este delincuente no puede desempeñar ningún cargo de responsabilidad no ya por secesionista, sino por mentalmente inestable.
Cataluña siempre había sido considerada una tierra de gente laboriosa, sensata, pragmática, cosmopolita, creativa, innovadora y moderna. Desde que empezó el malhadado procés hace quince años, esta imagen se ha ido diluyendo para ser sustituida por la de un lugar desquiciado, inseguro, decadente, paleto y excluyente. Ahora el novedoso invento ha consistido en violentar el orden constitucional y las bases conceptuales y jurídicas del Estado autonómico a partir de un pacto de investidura en una cámara de una Comunidad sin que las demás sean escuchadas ni los principios supuestamente sacrosantos de equidad interterritorial y de igualdad de todos los ciudadanos españoles en derechos y deberes sean respetados.
De la temeridad al delirium tremens
Es sabido que Pedro Sánchez está dispuesto a cualquier barbaridad con tal de seguir en La Moncloa, pero en este frenético camino hacia la pulverización de los fundamentos de nuestra convivencia y del legado de la tan justamente alabada Transición, está traspasando la frontera que separa la temeridad del delirium tremens. Así, ha conseguido transformar el imaginario conflicto político entre Cataluña y España en un despiporre motivo de irrisión en el resto de Europa. El dato preocupante de que nuestra sociedad registra uno de los mayores consumos per cápita de ansiolíticos y sedantes del globo es perfectamente explicable. Sin un adecuado soporte farmacológico no hay cristiano que aguante vivir en un país gobernado por un sujeto de las características clínicas de semejante enamorado, no de su mujer, sino del poder irrestricto y arrasador.