José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Bien podría ocurrir que tanto Puigdemont como Junqueras estén muertos políticamente antes de que el uno mate al otro o el otro al uno. En cuestión de meses lo comprobaremos
El próximo jueves una sección de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, integrada por tres magistrados, celebrará una vista para escuchar las alegaciones de los abogados de Oriol Junqueras y del ministerio fiscal. Los primeros impugnan en apelación el auto del magistrado Pablo Llarena que confirmó el 4 de diciembre pasado la prisión incondicional para el ‘exvicepresident’ de la Generalitat. Aunque fuentes del Alto Tribunal adelantan que es muy “improbable” que se revoque esa resolución del instructor de la causa especial contra “el procés”, este acto procesal es el último lance -vendrán otros, pero mucho más adelante- para que el líder de ERC pueda salir de la cárcel y participar personalmente en las negociaciones de una posible investidura presidencial en el Parlamento catalán.
Mientras tanto, desde JxCat -la ‘lista del president’- la negativa a considerar a cualquier otro que no sea Carles Puigdemont para presidir el Govern, es rotunda. Se trata, dicen, no tanto de un problema de aritmética como de “legitimidad”. Elsa Artadi -la musa de la lista de JxCat que ha “asesinado” al PDeCAT que a su vez liquidó CDC- ha declarado que investir a otro que no sea el huido Puigdemont sería “aceptar el marco mental del artículo 155”. La cuestión es que el fugado expresidente de la Generalitat tiene que optar: o seguir en Bruselas o ingresar en Estremera. No dispone de la tercera opción: regresar en loor de multitud a Barcelona. Y sin presencia no hay presidencia. Carles Puigdemont -cuya legitimidad es una abstracción tan mentirosa como otras que han jalonado el “procés”- no quiere pisar la trena.
Puede darse el caso, por lo tanto, de que Junqueras, aunque permanezca en la cárcel, pueda acudir a la sesión de investidura cuando se convoque -si se convoca y no ocurre en Barcelona lo que sucedió en Madrid tras las elecciones generales de 2015, que hubo que repetirlas en 2016- y acaparar la “legitimidad” que reclama a 1.300 kilómetros de la Ciudad Condal Carles Puigdemont. Todo ridículo tiene su límite y el de investir presidente por vía telemática a un proscrito de la justicia alcanzaría el cenit del histrionismo político. No hay precedente ni siquiera de una hipótesis que se le parezca. Ahora bien: las posibilidades de Puigdemont pasan por regresar a España, ingresar en Estremera y ser trasladado al Parlamento catalán el día de la investidura y volver tras la votación a instalarse en la cárcel. Tal y como es de cuidadosa la Sala Segunda del Supremo, daría seguramente su permiso para esa performance. Entonces sí sería un legítimo presidente de la Generalitat, pero tras los muros de una dependencia penitenciaria. Surrealista.
En el escenario político catalán no caben Puigdemont y Junqueras. Se tiene que producir un fratricidio metafórico. O el uno o el otro. Las contradicciones, los rencores, las distancias emocionales y los proyectos distintos de los dos partidos independentistas son de tal calado que sus líderes se han convertido en adversarios irreconciliables. La clave de lo que pueda ocurrir -al menos en parte- se verá en la composición de la Mesa del Parlamento y en la elección del presidente/a de la Cámara. Si los independentistas repiten el bochorno democrático del 6 y 7 de septiembre del pasado año, el Tribunal Constitucional se encargará, previa impugnación del Gobierno, de suspender la aprobación de un eventual reglamento que permita la investidura plasmática de nuestro hombre en Bruselas.
Pero, más allá¡ del este inevitable asesinato político entre «hermanos» independentistas lo que hay que plantearse es si los presuntos delitos cometidos tanto por Puigdemont como por Junqueras tienen como consecuencia lógica y natural que en unos meses -quizás un año- sus carreras políticas hayan concluido definitivamente, aun en el supuesto de que el Supremo considere el menor de los delitos que comportase la pena de inhabilitación. Los independentistas -que subestimaron al Estado en ese juego de patriotas que montaron con el ‘procés’- debieron saber que se jugaban el todo por el todo, que era matar o morir (políticamente hablando), que la apuesta no tenía marcha atrás porque se adentraban en el Código Penal a marcha ligera y en rumbo de colisión con los Tribunales de Justicia. O sea, que no se jugaron su carrera política para un rato, sino definitivamente. Y la impresión es que bien puede ser esto lo que ocurra: que Puigdemont y Junqueras estén políticamente muertos antes o después (el orden de los factores no alteraría el producto) de que se “maten” el uno al otro o el otro al uno. Cuestión de tiempo.