ABC-IGNACIO CAMACHO
Más allá de la legítima y lógica autodefensa, el testimonio de Trapero apuntó ciertos ribetes de ajuste de cuentas
ALGO debió de pasar con el mayor Trapero en el seno del separatismo para que, al llegar Torra a la Generalitat, no le devolviese la relevancia que había perdido durante la aplicación del artículo 155. Ciertamente estaba ya encausado pero fue llamativo que el nuevo Gobierno catalán lo mantuviera en el ostracismo. El exjefe de los Mozos de Escuadra es o era un independentista convencido al que vimos tocando la guitarra en un célebre vídeo de unas vacaciones junto a Puigdemont, Rahola y su círculo íntimo. Un año después, tras el atentado de las Ramblas, los soberanistas lo convirtieron en un mito a pesar de los fallos acreditados en la prevención del terrorismo. El procés necesitaba rostros de referencia, caudillos, y Trapero encarnaba la quimera de una suerte de ejército nacional con plena autonomía de ejercicio. Sin embargo, el 1-O se llevó por delante su prestigio por algún inexplicado motivo. Porque cumplir, cumplió su cometido, que era el de facilitar el referéndum fingiendo que trataba de impedirlo.
Ayer, en las Salesas, dejó a sus antiguos superiores malparados. Y si su declaración no resultó un completo testimonio de cargo fue porque el acusador de Vox, Ortega Smith, cometió un fallo procesal que le augura mejor futuro como político que como abogado. Siendo él quien lo había citado, se olvidó de preguntarle por la reunión clave, la de vísperas del día de autos, de modo que el tribunal ya no pudo admitir que el interrogatorio discurriese fuera del marco establecido por el propio letrado. Aun así, el testigo dejó primero en evidencia a los dirigentes que lo encumbraron, reconoció la ilegalidad de la consulta y empujó a Forn, su jefe directo, a los pies de los caballos. Lo tildó –varias veces– de irresponsable con un desdén deliberado que no parece sólo fruto de su interés en ponerse a salvo de la acusación de rebelión que pesa sobre él en otro sumario. Luego, avanzada la tarde, soltó la bomba de efecto aplazado: el operativo para detener a Puigdemont en caso de haber recibido el correspondiente mandato.
Toda esa declaración, detallada, minuciosa, extensa, apunta más allá de la lógica exculpación del papel de sus hombres y de su propia encomienda. El alto oficial podía haberse acogido a silencio por estar procesado en una causa paralela; no lo hizo porque quería que se le oyera, con plena conciencia de que dejaba a varios de los acusados más cerca de la condena. Y esa decisión fría puede obedecer a dos razones no incompatibles entre sí: la primera, que el juicio haya desatado en el independentismo un movimiento de sálvese quien pueda; la segunda, una intención solapada –o no tanto– de ajuste de cuentas.
En cualquier caso, después de la jornada de ayer tiene difícil seguir siendo un ídolo en la Cataluña del procesismo. Y algunos de sus compañeros de veladas de estío pensarán que con amistades así no se necesitan enemigos.