El pasado 6 de diciembre, un conjunto de entidades catalanas de la sociedad civil conmemoró en la plaza de la Constitución de Tarragona el cuadragésimo quinto aniversario de la aprobación, por abrumadora mayoría del pueblo español, de nuestra vigente -y maltratada- Ley de leyes. Con tal ocasión, los organizadores habían tenido la amabilidad de invitarme a pronunciar el discurso central del acto, grato compromiso que no pude cumplir porque las consecuencias del atentado que sufrí el 9 de noviembre, de las que todavía me estoy reponiendo lentamente, me lo impidieron. Sin embargo, les hice llegar el texto que había preparado con este fin y que José Javier Esparza, el historiador y periodista, tuvo la amabilidad de leer en mi nombre. Dadas las singulares circunstancias que caracterizan el presente momento de la vida pública de nuestro país, he creído de interés reproducir aquí un extracto de mis palabras en esta jornada de tan alto significado:
“Si contemplamos la situación de España en las postrimerías del primer cuarto del siglo XXI, no podemos evitar una sensación mezcla de aguda zozobra y de justificada alarma. Una Nación partida en dos, con la mitad de los españoles apoyando a partidos que o bien pugnan por destruirla o que colaboran con ellos en tan deletéreo propósito con tal de permanecer en el Gobierno, una degradación escandalosa del Estado de Derecho que corroe nuestras instituciones y amenaza nuestras libertades y el principio sacrosanto de igualdad ante la ley; una deuda pública asfixiante que hipoteca nuestro futuro y representa una pesada losa sobre nuestra economía; una inseguridad jurídica manifiesta que erosiona nuestra competitividad, aleja las inversiones y nos desprestigia ante nuestros socios y aliados; una pérdida acelerada de nuestra reputación internacional debida a nuestro concurso con las peores causas tanto en Iberoamérica como en Oriente Medio, distanciándonos de nuestros amigos para complacer suicidamente a fuerzas que nos son hostiles y un clima general, en suma, de inestabilidad política, de angustia colectiva, de enfrentamiento enconado que transforma peligrosamente al adversario electoral en enemigo a expulsar del tablero democrático o a liquidar socialmente y demonizar moralmente.
«Los dos grandes partidos nacionales, encargados del desarrollo y la gestión de la arquitectura jurídica, política, institucional y económica configurada en la Constitución de 1978, no han estado a la altura de su misión»
En este contexto desolador, es una tentación dura de resistir el señalamiento de los responsables del presente desastre. Llegados a este punto y a la luz de la experiencia vivida a lo largo de las últimas cuatro décadas, nadie puede reclamarse inocente. Los dos grandes partidos nacionales, encargados del desarrollo y la gestión de la arquitectura jurídica, política, institucional y económica configurada en la Constitución de 1978, no han estado a la altura de su misión. También es cierto que hay grados distintos de culpabilidad. A unos hay que reprocharles ingenuidad, cortoplacismo, falta de perspectiva estratégica, acomplejamiento frente a sus oponentes, insuficiencia de fortaleza ideológica y pasividad, defectos graves, sin duda, pero que no alcanzan en perversidad al revanchismo mezquino, al desprecio al interés general, a la absoluta carencia de escrúpulos, a la egolatría enfermiza, a la alianza patológica con los enemigos de la Nación, al maniqueísmo implacable y a la trituración despiadada de todas las reglas no escritas que hacen posible la convivencia pacífica de otros, que son los que actualmente pilotan la nave del Estado imponiéndole un rumbo enloquecido hacia los arrecifes de la catástrofe.
No es el mismo reproche decir: “Te faltó coraje, anduviste corto de convicción, te amedrentaste ante el adversario cayendo en el acomplejamiento pusilánime, creíste erróneamente que una gestión eficaz sería suficiente para ganarte el apoyo de tus conciudadanos olvidando que los seres humanos son tan o más sensibles a las emociones que al puro interés material” que arrojar a la cara la acusación: “Has traicionado a tu país, lo has entregado a sus peores enemigos maniatado e indefenso, has triturado el gran pacto civil de la Transición, has hecho palidecer las felonías del Conde Don Julián, de Antonio Pérez y de Godoy, has arrastrado a España por el fango humillándola ante aquellos que asesinaron a tus propios compañeros, no has dudado en cometer las mayores vilezas por pura ambición personal, has deshonrado a tu patria mintiendo con contumacia y a sabiendas”. No. No es lo mismo. Los fallos fruto de la debilidad humana admiten corrección y enmienda, la bajeza moral a partir de un punto es irreversible y no merece perdón.
Es sabido que el éxito de las naciones, su prosperidad, su calidad de vida, su seguridad, su nivel cultural, su prestigio y su influencia en el mundo dependen sobre todo de un acertado diseño institucional. Ni un clima benévolo, ni grandes riquezas naturales, ni una posición geográfica privilegiada garantizan por sí mismas que las sociedades humanas alcancen altas cotas de bienestar, civilización y paz civil, es más, hay países que careciendo de estas bendiciones se han alzado partiendo de la pobreza a lugares muy destacados en los planos económico, educativo, tecnológico, científico y convivencial. Desde esta perspectiva, cabe preguntarse en una fecha solemne como la de hoy, cuarenta y cinco años después de la aprobación por una amplísima mayoría de españoles de la vigente Ley Fundamental, si los constituyentes acertaron en su redacción, si no dejaron demasiados flancos débiles por los que podría irrumpir la barbarie, si no pecaron de optimistas confiando en que las generaciones políticas del futuro se comportarían con responsabilidad, honradez, sentido del Estado y patriotismo, si no incluyeron disposiciones que sacrificaron el rigor técnico en aras del famoso consenso y si en su afán de pasar página al largo período de régimen autoritario no incluyeron en la Norma Suprema concesiones a gentes que no merecían confianza.
Sin embargo, en la desgarradora coyuntura en que nos encontramos, la cuestión más relevante y de mayor calado para todos los que hoy nos hemos congregado en Tarragona es cuál ha de ser el papel de la sociedad civil ante el crecimiento acelerado de las negras nubes de tormenta que se ciernen sobre nuestra convivencia en libertad e igualdad, nuestro orden constitucional y nuestra existencia misma como Nación. Sí, queridos amigos, esforzados compatriotas, ¿Qué hemos de hacer en esta ahora amarga, cuál es nuestro deber más allá del simple ejercicio del voto, de qué manera podemos contribuir más efectivamente para que España recupere el rumbo que ha perdido y reemplace la división por la unidad, el caos por la armonía, el cainismo por los mutuos afectos, el saqueo de nuestros recursos por minorías extractivas e insaciables por la correcta administración de los bienes que son de todos, la promoción de ideas delicuescentes que nos desorientan y nos embrutecen por valores fuertes que nos vertebren y nos hagan mejores?
Os diré lo que debemos evitar. La pasividad sería nuestro mayor error y la protesta tumultuaria e incivil un desahogo inútil.
Somos una Nación que arranca del fondo de los siglos, que multiplicó el tamaño del orbe por dos, que ha configurado en buena medida ese espacio político, social, ético, cultural y humano que llamamos Occidente
Yo os llamo a la acción comprometida, a la movilización cívica continua e infatigable, a la defensa argumentada de nuestras ideas y nuestros principios, en toda ocasión y en todo lugar, en el trabajo, en las reuniones familiares, en la cola del mercado, en los grupos de padres que esperan a sus hijos a la salida del colegio, en la universidad, en vuestro entorno profesional, en el club deportivo, en cada plaza y en cada esquina porque nunca como ahora desde la Transición España nos ha necesitado, España, una Nación de la que hemos de estar legítimamente orgullosos, sin patrioterismos extemporáneos ni trompeteos huecos, serenamente, responsablemente, conscientes de lo que somos y a lo que aspiramos, de donde venimos y hacia dónde queremos ir.
Somos una Nación que arranca del fondo de los siglos, que multiplicó el tamaño del orbe por dos, que ha configurado en buena medida ese espacio político, social, ético, cultural y humano que llamamos Occidente, una Nación que, con sus aciertos y sus errores, sus grandezas y sus desfallecimientos, sus glorias y sus caídas, es el territorio físico y espiritual de nuestros derechos y libertades, que hace de nosotros ciudadanos libes e iguales, que nos asegura un lugar digno en el concierto internacional.
Defendámosla, cuidémosla, comprometámonos con ella en este Día de la Constitución. Ese es nuestro deber ineludible, esa es nuestra misión más noble. No podemos fallar”.