ABC 04/01/17
IGNACIO MARTÍN BLANCO, POLITÓLOGO Y PERIODISTA
· «Lo lógico sería que los catalanes en masa nos lleváramos las manos a la cabeza al ver a diputados de la CUP ante el atril del Parlamento catalán rasgando fotografías del Jefe del Estado»
ES fácil que la consecuencia más aciaga y perdurable del momento político que vivimos en Cataluña sea la erosión entre importantes sectores de nuestra opinión pública de la idea del Estado de Derecho como marco democrático que garantiza nuestros derechos individuales y libertades públicas. Después de cuatro años de constantes invectivas contra la Constitución de 1978 y de caricaturización de España como un Estado de «baja calidad democrática» por parte de políticos y comentaristas independentistas o partidarios de un incierto derecho a decidir, la sociedad catalana ha desarrollado una ominosa tolerancia a ese discurso antilegalista. Por desgracia, sus promotores han conseguido normalizar en nuestro espacio público el desprecio a las reglas de juego del sistema democrático y constitucional, y lo más preocupante es que lo han hecho, precisamente, desde las instituciones propias de ese sistema.
Si no fuera porque parte de la sociedad catalana está insensibilizada por lo que Gaziel denominaba la «insensatez ambiente», lo lógico sería que los catalanes en masa nos lleváramos las manos a la cabeza al ver, por ejemplo, a un grupo de diputados de la CUP ante el atril del Parlamento catalán rasgando fotografías del Jefe del Estado cuya Constitución consagra, entre otras cosas, la existencia del propio Parlamento. Está claro que, desde el punto de vista de la dialéctica entre la discusión política civilizada y la senda de la violencia, no se trata de una imagen neutra. El hecho de que la ejecución en efigie del Rey se produzca en la sede del debate de ideas fundado en la razón (¡el Parlamento!) constituye un desprecio a las reglas e instituciones de la democracia que los diputados de la CUP dicen defender.
No se sostiene por ningún lado el argumento de que esto va contra la Monarquía como institución, porque hay muchas maneras perfectamente legítimas de cuestionar la Monarquía sin vulnerar una ley (democrática) que defiende su dignidad como institución del Estado. Y tampoco se sostiene la matraca de la «baja calidad democrática» del Estado español sobre la base de que la Monarquía es una institución anacrónica, pues la monarquía parlamentaria (a diferencia de la absoluta) deriva del liberalismo (Locke, Montesquieu, Stuart Mill…) y está refrendada democráticamente, por cierto no solo por la aprobación de la Constitución en referéndum, sino desde el momento en que existen leyes aprobadas por amplias mayorías parlamentarias que en modo alguno cuestionan la jefatura del Estado. De cuando en cuando está bien recordar que PP, PSOE y Ciudadanos suman 250 de los 350 escaños del Congreso de los Diputados. Además, vale la pena tener presente que muchos de los países que los catalanes solemos citar como referentes de modernidad son también monarquías parlamentarias: el Reino Unido, Dinamarca, Noruega, Suecia, Australia, los Países Bajos, Japón, etcétera. Y por último, tampoco está de más recordarles a quienes se empeñan en denostar nuestra democracia algunos datos, como el ranking mundial del Índice de Democracia que elabora The Economist, y que en el 2015 situaba a España en el grupo de «democracias plenas», por encima de países como los Estados Unidos y de otros, catalogados por la prestigiosa publicación como «democracias defectuosas», como Italia, Japón, Bélgica o Francia.
Aceptar la deslegitimación del Estado de Derecho supone someterse a la ley del más fuerte, la ley de la selva, situarnos en el estado de naturaleza del que, entre otros, habla Locke en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (1689), ese estado en el que cada hombre es juez de su propia causa y puede, por tanto, hacer lo que le dé la real gana. Locke sostiene que lo que saca a los hombres del estado de naturaleza y los pone en un Estado es «el establecimiento de un juez terrenal con autoridad para decidir todas las controversias y para castigar las injurias que puedan afectar a cualquier miembro del Estado». Y añade: «Sin embargo, siempre que haya una agrupación de hombres, aunque estén asociados, que carezcan de un poder decisorio al que apelar, seguirán permaneciendo en el estado de naturaleza». Parafraseando a Richard Hooker, Locke sostiene que la única manera de acabar con la guerra de todos contra todos del estado de naturaleza es pactar unos con otros, de común acuerdo, instituyendo «algún tipo de gobierno público –el Estado con sus tres poderes: legislativo, ejecutivo y judicial– y sometiéndose a él, y dándole autoridad para dictar normas y para gobernar, para procurar así la tranquilidad, la felicidad y el sosiego de todos». Es el contrato social del que después hablaría Rousseau. Esa es la base del contractualismo constitucional que informa cualquier Estado de Derecho que se precie: renunciar a la libertad del estado de naturaleza, tan ilimitada como peligrosa, a cambio de asegurar una serie de derechos, deberes y libertades como ciudadanos.