PEDRO G. CUARTANGO – EL MUNDO – 25/02/17
· Sostiene Mark Thompson, presidente de la sociedad editora de The New York Times, que las palabras se han convertido en una poderosa arma de manipulación al servicio de la posverdad.
Para ilustrar su tesis, cuenta en su último libro cómo la extrema derecha de EEUU logró desacreditar el programa Obamacare mediante la invención de un falso «comité de la muerte», que, según se difundió en las redes, era un grupo de médicos que podía decidir por su cuenta practicar la eutanasia a enfermos crónicos y ancianos en los hospitales.
Era una fabulación, un puro invento, pero decenas de millones de ciudadanos americanos se lo creyeron a pies juntillas gracias, entre otras razones, a la campaña de una Sarah Palin que se subió al carro de la mentira. Es un buen ejemplo del poder de las redes sociales en las que un buen eslogan se convierte en trending topic con independencia de su veracidad, que a muy pocos importa.
Pero la cuestión esencial sobre la que merece la pena reflexionar es que se están utilizando las palabras para destruir el lenguaje, que se está recurriendo a la retórica para hacer demagogia, que se está distorsionando el sentido de lo que se enuncia para acomodarlo a esa posverdad que es más verosímil que lo real.
Esto no es nuevo. Ya los sofistas griegos eran maestros en manejar el lenguaje para demostrar que el veloz Aquiles nunca podría alcanzar a la tortuga. La diferencia es que aquellos filósofos nos planteaban paradojas y nos obligaban a reflexionar y los actuales líderes populistas atontan a la población con sus simplistas recetas que dividen el mundo entre buenos y malos.
Ahora los aprendices de brujo se llaman Steve Bannon, el estratega de Donald Trump en la Casa Blanca, que sólo se dedica a pensar en cómo manipular a los ciudadanos a partir del big data, esa moderna alquimia que consiste en manejar nuestros datos personales con fines políticos o económicos.
La retórica, una de las disciplinas de la educación clásica, olvidada durante muchas décadas, ha vuelto a suscitar el interés de los líderes políticos y los publicistas que han descubierto la importancia de elegir el lenguaje –lo que hacemos los medios– para que sus mensajes lleguen al público.
Aristóteles escribió precisamente su influyente tratado sobre la retórica para combatir a Gorgias, Isócrates y otros sofistas, que ponían las palabras al servicio de la mentira. El sabio griego defendía que la retórica es un instrumento para pensar y descubrir la verdad a partir de unas reglas.
La reflexión de Aristóteles sigue hoy más vigente que nunca en una sociedad que ha hecho una industria de la explotación y manipulación del lenguaje. Más que nunca, la comunicación es un instrumento de poder y de dominio.
No deja de ser una paradoja que el mayor riesgo de destrucción del valor de la palabra provenga del uso de la palabra, de su eclosión en las redes sociales y de su banalización en el discurso político.
La palabra siempre ha sido un baluarte contra los totalitarismos y las dictaduras, que siempre se han querido apropiar del lenguaje. Pero los signos, los enunciados, las ideas no se pueden exterminar por la fuerza. La única forma de matar, de destruir las palabras, es mediante la propia palabra.
Cruel contradicción la de nuestra época, de una era de la comunicación global e instantánea en la que los significantes ya no sirven para significar sino para confundir. Nos hemos instalado en el triste cementerio de las palabras.
PEDRO G. CUARTANGO – EL MUNDO – 25/02/17