Mario Díaz, director adjunto de EL ESPAÑOL, ha colgado en la puerta de su despacho un cartel que reza La Llorería. El cartel ejerce un potente efecto disuasorio. A veces acudes a su despacho con un lloro razonable y más o menos atendible. Pero en la mayoría de las ocasiones llegas a la puerta, lees eso de La Llorería y acabas dando media vuelta y reservándote el gimoteo para una ocasión que lo merezca con todos los honores.
A nadie le gusta ser un agonías y verse reflejado en un puñetero cartel.
Imagino a Mario Díaz en el lugar de algún periodista de esos que andan al servicio de la Moncloa, respirando los efluvios tóxicos de ese Mordor que es la Madrid de Ayuso, y recibiendo de Miguel Ángel Rodríguez el mensaje de «os vamos a triturar». Lo más bonito que le respondería Mario a MAR no es publicable aquí, que el chaval es de Getafe. Luego, Mario se iría a tomar unas cervezas con MAR y aquí paz y después gloria.
Pasa cada día. Literalmente, cada día. En un diario serio, claro.
Eso es lo que ocurrió, por ejemplo, cuando cierto dirigente de cierto partido político español amenazó a EL ESPAÑOL por un artículo mío en el que, ojo al dato, yo pedía el voto útil dada la alta posibilidad de que ese partido no consiguiera representación en las elecciones que se avecinaban y sus votos acabaran en el contenedor de la basura, beneficiando a quien no debían beneficiar bajo ningún concepto.
Que es lo que acabó ocurriendo, por cierto. Tampoco me inventé nada.
La cosa tenía gracia porque yo era, literalmente, el último mohicano que le quedaba a ese partido después de que todos los demás periodistas de este país les hubieran dado por muertos. «Yo escribo columnas, no obituarios» me respondió uno de esos periodistas cuando le pregunté por qué no escribía ya columnas sobre ellos. Mi premio por esa última columna (no he vuelto a escribir de ellos jamás) fue una nada sutil amenaza.
A la amenaza yo respondí lo que siempre respondo en esos casos. Que tomaba nota de sus preocupaciones, pero que mi columna la firmaba yo. A lo que él respondió algo así como «en ese caso tendré que hablar con tus jefes».
«Adelante» le contesté.
La respuesta de Mario fue de manual. Cuando le pregunté si había recibido ya la llamada del maromo me contestó «sí, y le he enviado a esparragar: tú a lo tuyo».
He de confesar que no esperaba menos de mi diario, pero uno nunca puede estar seguro de qué armas de presión tiene el otro y hasta qué punto puede hacer daño.
La cuestión es que si Mario hubiera añadido «y ahora vamos a publicar una noticia diciendo que X nos ha amenazado y blablublá» yo le habría pedido… no… mejor dicho… le habría rogado que no lo hiciera. Por pura vergüenza torera.
No imagino peor papel que el de víctima. Siendo catalán desafecto y habiendo soportado toda la puñetera vida la insufrible y muy autóctona llantera regional, que es el verdadero hecho diferencial, he desarrollado un asco infinito por el lloriqueo, el gimoteo y el victimismo. Sobre todo en su faceta pasivo-agresiva, que es la mayoritaria en mi tierra: la del tipo que intenta reventarte la vida, pero que además aspira a disfrutar de la gloria del mártir. Que quiere lo mejor de los dos mundos, el del verdugo y el de la víctima.
No hay arquetipo humano más repulsivo que el de la víctima, ni rol social que atraiga con más eficacia a las malas personas. Existe además un motivo por el que casi todas las culturas humanas cuentan con algún tipo de castigo social para quien se finge víctima sin serlo, siendo la única excepción, precisamente, esa bobalicona sociedad occidental del siglo XXI que confunde el sentimentalismo con los sentimientos.
Una víctima es el vecino que no paga la derrama del ascensor y luego lo monopoliza porque sufre fibromialgia. El antisemita que se lamenta por la eficacia de Israel destruyendo a Hamás. El delantero del F.C. Barcelona que se desploma al menor roce como si se le hubieran evaporado súbitamente todos los huesos del cuerpo.
O el representante de alguna minoría absurda que no actúa, no vive y no hace, que sólo padece, sufre y soporta. Que no es lo que produce o lo que crea o lo que genera, sino lo que le quitan, lo que le impiden o lo que pierde, aunque jamás haya sido suyo.
Un ser en negativo y envasado al vacío, un agujero negro de la autoestima del que jamás escapa un sólo átomo de dignidad o de amor propio.
Un coñazo de tío o de tía.
Tenemos un gobierno que ha hecho del señalamiento público de periodistas críticos una costumbre cotidiana. Que ha utilizado las instituciones del Estado, ya veremos si de forma legal, para poner en marcha linchamientos contra ciudadanos particulares, filtrando sus datos personales y dejando que la muchedumbre haga el resto. Que ha colgado pancartas con la cara de ciudadanos inocentes en pleno centro de Madrid.
De verdad, no hay pa’tanto. Menos rollos.